Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio, un newsletter sobre historietas. Cada semana, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas, buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este nuevo contacto, Gonza celebra tres nuevas publicaciones de género y Matías llega años tarde a la serie más icónica de Scott McCloud.
Nuevas formas de asustar al lector: la ¿vuelta? del terror a la batea comiquera.
Por Gonzalo Ruiz.
Una alegre (o macabra, según quién quiera verlo) coincidencia se dio durante estos últimos dos meses: una nueva publicación de un gran artista y la fuerte aparición de una nueva editorial, que salió de una con tres títulos. ¿Cuál es la coincidencia? Todo esto, obviamente, gira en torno al género del terror.
Dicho género no es ajeno a este medio que amamos. Podemos citar de nuestra Golden Age al maestro Alberto Breccia, quien supo portar (o siendo honestos: crear) un estilo mutante y expresionista que funcionó a todas luces para adaptar a Lovecraft, meterse con Drácula o incluso para hacer sus propias cosas. Y como los frutos no caen lejos del árbol, sus hijes también incursionaron en tales historias: Enrique dibujó Lovecraft para Vertigo (con guion de Keith Giffen) y hace no mucho, Patricia publicó El amante de Lady Frankestein (con guion de Hernán Migoya). ¿Un poquito más de historia? Uno de los asistentes del Viejo fue EL emblema de nuestro terror, el gran Horacio Lalia, que con Héctor Germán Oesterheld crearon a Nekrodamus (¿acaso el personaje definitivo del terror nac&pop comiquero?) y cuenta en su haber con infinitas adaptaciones de Howard Phillips o de Edgar Allan Poe. Para dar otra puntita más “moderna”, en los noventa estaba Mikilo, el personaje de Rafael Curci, Marcelo Basile y Tomás Coggiola que interactuaba con las leyendas mitológicas criollas; y ya en los dosmiles, Mauro Mantella escribió a Bizancio, el Constantine argentino. Capaz estos últimos dos personajes no son esencialmente terroríficos, pero la presencia sobrenatural figura fuerte. No digo que tras esto el terror haya desaparecido, pero sí que perdió cantidad en comparación con otros géneros.
Y como decía antes, entre febrero y marzo aparecieron dos propuestas que van por este carril pero que apuntan a dos narrativas muy distintas. Basta de tanto misterio y vayamos por ellas.
Ya dejó en claro en su revista/antología Galgo cuál es el terreno en donde se mueve más cómodo, pero ahora Athos Pastore eleva muchísimo la vara con T.L.C.C.F. (Transitar la ciudad como fantasmas). Ambas obras, vale aclarar, salieron a través de Deriva Editorial. En Galgo había cierta diversidad en sentido de cómo quería encarar su terror abstracto, pero en esta nueva publicación1, Athos encara un solo “estilo” (y esto hay que tomarlo con muchas pinzas) para desarrollar una historia corta que empieza y termina, al mejor estilo one-shot gringo. Una historia en la que, si bien es corta y simple con un remate sorpresa sobre el final, bien vieja escuela, es el arte lo que hace denso y pesado el recorrido.
Athos deja la vida en la parte gráfica. Su gran manejo de edición de imagen (hay dibujo al natural o completamente procesado, collage, fotos intervenidas, diversas tipografías, etc.) hace que la experiencia sea completamente perturbadora. Además, todo esto está plantado de forma caótica en la página. No hay gutters, no hay una secuencialidad determinada por cuadritos (tampoco es inentendible), casi todo lo que vemos son splashes viscerales, un arte tan urgente como la agonía del protagonista. La historia, como dije, es simple: un “monstruo” se enamora de una persona que figura solo de manera on-line por la internet. Obviamente el remate cae cuando se da el encuentro, pero Athos elige divertirse, pone quinta, pisa el acelerador y entrega ONCE PÁGINAS completamente inentendibles, surrealistas, pesadillezcas. Uno puede desarrollar visualmente el terror de una forma directa con imágenes inquietantes de deformaciones, mutilaciones y cosas así… pero este es un terror más tangible. En cambio, la parte más psicológica y más difícil de poner en palabras es la que en verdad nos dispara esa sensación terrorífica, y el artista se la juega por completo y da sus interpretaciones de como puede ser el terror que se emana desde el fondo de la cabeza.
Claro que no solo va por ese lado la historia, sino que también hay una construcción emocional en base a este supuesto “monstruo”, una simbología que explica el título del comic. Hasta ese lujo se da: de bajar una línea social con la marginalidad, como hace una buena historia de terror. Completamente sacado, “T.L.C.C.F.” no solo es una gran recomendación sino que hago voto cantado y la perfilo como una de mis mejores lecturas de este año.
Un camino completamente distinto toman los santafesinos de Plissken Studio, una dupla de guionistas, Emilia y Emiliano, que trabajan con diversos dibujantes. Una propuesta menos cerebral pero más celebrativa del terror cinematográfico de absoluta impronta ochentosa (bueno, el nombre lo explica todo2). Comenzaron a publicar en Estados Unidos a través de Behemoth, los publishers de Damián Connelly, y ahora nos llega el momento de tener los trade paperbacks fatto in casa. De momento salieron dos: El recolector y Los primogénitos. Ambas tienen una trampa, que involucra dejar la puerta abierta a secuelas que ojalá vengan pronto porque uno queda con más preguntas que respuestas, pero esto no tiene nada de contraproducente ni mucho menos.
La primera, con dibujos de Sebastián Cabrol (acompañado por el color de Omar Estévez), está planteada de forma desordenada pero la premisa es clara: cae un meteorito del cual desciende un alien que infecta a un linyera. De esto solo podemos esperar una cantidad de horrores desproporcionados que solo son sugeridos mientras vemos cómo se desarrollan en paralelo dos historias: la de Mónica y, en tiempo pasado, la del linyera, que resulta ser un escritor de ciencia ficción cuya vida se vino abajo tras una tragedia. Su único problema es eso, una premisa que queda presentada y no mucho más. Los conflictos y sus resoluciones quedarán para más adelante. Esto no impide que Cabrol se luzca con buenas ideas narrativas y un monstruoso diseño para el enemigo de turno. Puedo asegurar que valdrá la pena la espera cuando en un futuro nos toque ver más aliens en todo su esplendor a lo largo de un segundo tomo.
En mismo carril corre Los primogénitos, que también propone horror cósmico lovecrafteano pero con chicos como protagonistas. Es una versión terriblemente mala onda de Stranger Things (otra cosa cultural celebratoria de la década terminada hace 40 años) meets Village of the damned con el arte a cargo de Luca Vassallo, otro enorme talento con un estilo distinto, menos “realista” que Cabrol, más estilizado, con una onda cartoon pero no necesariamente infantil. Acá también hay una invasión alien pero que inicia tras la muerte de un niño que, para huir de unos acosadores pesados, se tira de un acantilado y entra en contacto con un objeto orgánico extraño. Se genera un nexo entre el alien y un amigo del finado, comienzan los desmanes... ¡Y también se termina la obra ahí! Pero como no solo de cliffhangers vive el comiquero, también nos queda una historia, más redonda y lineal que la anterior, y con una galería de monstruos pesadillezca por alguien que sabe cómo dibujar y descocerla al momento de hacer bichos (para más pruebas, lean Gunvara publicada por Deriva).
Tres propuestas distintas para leer antes de dormir y perturbarse un toque el sueño.
Reconectar con el dolor y reconciliarse con la desilusión: ZOT! de Scott McCloud
Por Matías Mir
Odio llegar tarde a las cosas. Bah, no odio “llegar tarde” porque no creo que nunca sea tarde para caer en ninguna obra, pero sí odio ser el nuevo que viene a intentar escribir algo sobre la obra que medio mundillo ya leyó y releyó y analizó y declaró como “clásico”. Incluso si digo algo inteligente, oportuno o interesante, se siente más como cuando un nene sale de ver, no sé, la última de Spider-Man, y te dice “no sabés, hay más de un Hombre Araña” y lo mirás con la sonrisa condescendiente de alguien con más de una década de cómics de Spider-Man arriba. Yo soy ese nene hoy con Zot!, la obra de Scott McCloud cuyo famoso integral blanco y negro terminé de leerme esta semana y me dejó una serie de abstractas ideas y sensaciones que ahora torpemente pretendo organizar.
El problema principal con esto es que Zot! abre un millón de puntas sobre las que hablar pero a la vez no hay mucha vuelta que darle. Esta historieta de Scott McCloud previa a sus disertaciones sobre el ADN de las historietas y su futuro que narra las aventuras de un adolescente con pinta de Astroboy que viene de una fantástica Tierra alternativa basada en las visiones más esperanzadoras del futuro pensadas por la ficción de nuestro mundo está buenísima, sí, pero quizás lo interesante es que está buenísima por distintas razones a medida que avanza su publicación y McCloud madura como historietista. Lo que en un principio arranca como una historieta alternativa de superhéroes y ciencia ficción a color termina siete años y 36 entregas después como un cómic en blanco y negro intimista, profundo, prácticamente urbano. Zot! es varios cómics entre esas dos puntas,3 pero quizás lo único en lo que siento que tengo algo relativamente interesante para decir está ahí, en esa tensión entre las dos clases de historieta que intenta ser durante su transición y cómo una gana sobre la otra (¿o no…?).
En su concepción, en su idea más pura, Zot! es la historia de un superhéroe de fantasía que salta a la realidad. Es lo contrario a un isekai, un escapismo inverso. El pibe viene de un mundo simple y colorido y se entera de que existen otros mundos más complejos, con más grises, menos narrativamente satisfactorios pero con más facetas, más gamas de emociones. En sus primeras aventuras a color se desarrolla su mundo, su relación con Jenny (la chica que conoce a su héroe con el portal a un mundo “perfecto”), sus amigos y una sarta de boludeces (en el mejor sentido de la palabra) fantásticas de sci-fi que (admitido por el propio McCloud) no van mucho para ningún lado. Para el final empiezan a florecer las primeras puntas de la historieta un toque más profunda que estaría destinado a escribir cuando hace que su héroe enfrente a un villano dictador en un planeta lejano y termina chocando con la pared de no saber qué hacer con un pueblo que se quedó sin figura de poder y que hasta quizás prefiere un dictador en lugar de la posible anarquía, incluso si ese dictador es él mismo. Es un final medio pesado (que se termina diluyendo en las últimas páginas con una nota un poco más optimista) para una etapa caracterizada por su divertido optimismo, y concluye con un teaser de lo que vendrá, con Jenny al frente y un texto que reza “¿puede Zot ayudarla a sobrellevar la amenaza de la realidad?”.
“La amenaza de la realidad” es exactamente lo que empieza a cernirse sobre estos personajes. Comenzando las aventuras en blanco y negro, la mejor palabra para describir lo que ocurre es “desilusión”. Jenny, habiendo podido experimentar un mundo divertido y fantástico, empieza a ver con ojos más grises a su realidad mundana. Zot, decidido a ayudar a ambos mundos, intenta ser un superhéroe en la Manhattan de mediados de los 80 y lo que encuentra es un mundo con crímenes y criminales mucho menos caricaturescos y planos que de donde viene. Resulta más sencillo detener a un villano unidimensional que defenderse de una banda de chorros de los barrios bajos que atacan de a varios sin aviso y sin pararse a monologar. Después de sufrir un asalto en medio de la calle en su intento de ayudar a una señora a la que le robaron el bolso y (lo peor de todo) que los transeúntes solo se quedaran mirando, una luz parece apagarse en Zot. La desilusión empieza a filtrarse por las grietas.
Y la verdad es bastante fácil darle lugar a esa sensación de amargura. El cómic norteamericano de esa parte de la década está atravesado por una sensación de fatalidad y derrotismo morboso. Crisis en tierras infinitas enfrenta a héroes icónicos con la destrucción de todas sus realidades, la muerte de miles de millones de un plumazo cósmico y es el evento más importante de la década. Frank Miller, movilizado por su propia sensación de envejecimiento y un clima pesado de inseguridad en su ciudad, trata de buscarle sentido al mundo con la historia de un tipo viejo y sin poderes que sale a cagarse a palos con monstruos y dioses en un futuro perdido y es “la mejor historia de Batman jamás contada”. Art Spiegelman narra una oscura e insoltable memoria sobre la vida de su padre judío durante la Segunda Guerra Mundial y años después se vuelve la primera novela gráfica en ganar un premio Pulitzer. Hay algo agotado en la fórmula clásica de ficción mainstream de historietas, en el contexto sociopolítico occidental, en las variantes culturales que se desarrollan y alzan en esa época, que lleva a la producción de libros así y a su popularidad entre los lectores. Y ni siquiera menciono a las obras de Alan Moore de la época que plantean su visión de los superhéroes “realistas”, tanto Watchmen como Miracleman, que estaba siendo (re)editada por Eclipse, la misma editorial en la que se publicaba Zot!, al mismo tiempo que la serie de McCloud.
“Cimentaron en la mente de los lectores la idea de que mejores cómics equivalían a mejores (y más oscuros) cómics de superhéroes”.
El clima está dado. La tendencia es clara. Pero McCloud, abierto a influencias distintas, principalmente el manga y archiprincipalmente la narrativa descontracturada, liviana, icónica y dinámica en glorioso blanco y negro de Osamu Tezuka, busca ampliar lo que se puede hacer con el género. O, al menos, se da cuenta en el camino de que eso es lo que quiere hacer, lo que acabará decantando en el más famoso aún Understanding Comics.
Zot! no se vuelve un cómic oscuro. No se vuelve “realista” en el sentido obsoleto y acartonado que significa “deprimente”. Nada se lo impide, realmente. Pero lo que elige hacer McCloud es reflexionar sobre esa tensión entre fantasía y realidad, entre pesimismo y optimismo en la ficción, entre qué significa realmente “madurar” como persona (personaje) y como obra (y artista).
La segunda etapa de la serie arranca en el #11, cuando pasa al blanco y negro, y dura hasta el #27. En esa serie de capítulos (incluyendo algunos con artistas invitados), hay una transición notoria entre la aventura clásica y la trama más intimista. Sigue habiendo villanos estrafalarios (de hecho, algunas de estas aventuras recuerdan hacen mucho eco con, digamos, la Doom Patrol de Morrison, principalmente la revancha contra el robótico Dekko, capaz de destruir el universo en un instante en su búsqueda de la perfección absoluta de la página en blanco) pero también hay dramas humanos, consecuencias reales. Zot salva a la Tierra de la amenaza de una inteligencia artificial pero también sufre el no poder salvar a alguien. McCloud busca equilibrar los momentos oscuros con el brillo de la sonrisa de Zot ante la adversidad y es honestamente encantador de leer. Lo es porque McCloud, aunque le cueste dibujar humanos y simplifique los rasgos para aumentar la empatía con los lectores, sabe escribir a personajes que se sienten tridimensionales, humanos, queribles en sus falencias. Zot es medio boludo e ingenuo en su misión heroica, pero sos incapaz de no bancarlo. Su relación con Jenny es poco clara e irritantemente ambigua, pero completamente entendible porque está construida sobre la solidez del desarrollo de ambos.
En el #26, McCloud mete un corte brusco. Escribir historias de estos dos mundos en tensión se vuelve bastante irresoluble para su propio guionista. Es difícil que la historia vaya para el lado más terrenal si siempre está abierta la puerta de la fantasía, así que decide cortar el chorro. Una serie de tropiezos llevan a que Zot quede varado en nuestro mundo sin chance de volver. Más importante, Jenny, que ya estaba bastante decidida a abandonar su Tierra para irse a vivir a la de su héroe, pierde toda esperanza de cuajo.
A partir del #27 comienzan las “historias de la Tierra”, el epítome de las habilidades como guionista y narrador gráfico de McCloud en la serie. Una cosa es hacer una historieta interesante de leer con acción de ciencia ficción con un héroe icónico, pero ¿cómo pasar de eso a una historieta donde la gente solo camina de acá para allá, vive su vida, charla, va al cine o tiene insomnio? Historias corrientes de gente corriente, aunque tengan un amigo de otra dimensión. La magia acá está en que un buen storyteller puede encontrar historias interesantes, atrapantes y movilizadoras en la mundanidad. Jenny y sus amigos, con sus dramas, sus partidas de rol, sus charlas sobre cómics, sus mambos respecto a la incertidumbre por su vida después de la escuela, su sexualidad, sus dramas familiares, todo eso se vuelve infinitamente más atrapante que la boludez de los villanos.
En el epílogo del integral, McCloud comenta:
“Creo que, en el corazón de la mayor parte de los géneros, habita el deseo de escapar a un mundo nuevo tan creíble en cada detalle como lo es este, aunque desprovisto de sus desdichas diarias. Al mismo tiempo, en el corazón de los movimientos narrativos más rompedores se halla el deseo de reconectar de manera significativa con ese dolor, de arrancar todo espejismo o de reformular la naturaleza del propio acto creativo”.
La última parte de este pasaje (que para mí es trascendental en cada palabra, por cierto) lleva más a lo que acabaría haciendo como académico, pero es lo anterior, lo de “reconectar de manera significativa con el dolor”, lo que más resuena en toda esta última etapa. El mundo de Zot es tan perfecto y fantasioso que bien podría ser ficción, y Jenny sueña cada vez más con solo escaparse para ese lado y dejar atrás el nuestro. Hay todo un juego ahí entre el escapismo sano y la negación de la propia realidad que lo tienen tanto Jenny como el propio medio en el que está inserto Zot!. Cuando la puerta se cierra, la mundanidad domina la escena, y en ese mundanidad aparecen los dramas reales, más cercanos a los lectores que una guerra intergaláctica o el fin del universo.
¿Se puede reconectar con el dolor de perder algo que nunca se tuvo? Jenny se pierde en el dolor de estar atrapada en su vida y ver cómo Zot insiste, se obsesiona, con seguir siendo un superhéroe en esta a pesar de que el peligro dejó de ser de fantasía y los riesgos son mayores. Los dos personajes se aman y tienen la mirada fija no solo en el otro, sino en lo que el otro representa, en una construcción de guion más que fantástica.
Es casi demasiado fácil empatizar con Jenny. Dependiendo de las circunstancias que atravieses en tu vida personal, es más fácil entenderla cuando le grita llorando a Zot que se rindió en su mundo, que la Tierra está muerta y solo no nos dimos cuenta. Pero Zot, personaje e historieta, insiste como una luz en la niebla, como un trazo en la página. Lo que Zot! fue y lo que acabó siendo se enfrentan ahora desde lados opuestos: la realidad que busca el escapismo y la ficción que desea reconciliarse con el mundo real. La tensión encuentra su síntesis. Todo espejismo, finalmente, se rompe.
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Fuera de programa: un comentario que, juro, haré siempre que se den este tipo de publicaciones: que lindo que vuelva la revista. Se que es una “lucha” en la que estoy solo, pero estos riesgos editoriales me hacen muy feliz. Gracias Deriva por tanto.
Y si no lo entendés, esta noche mirate Escape from New York de Carpenter. De nada.
Idea para una nota: historietas que arrancan como una cosa y terminan siendo otra bastante distinta. Se suele llamar “Síndrome Cerebus” a eso, ¿no? Recuerdo que alguna vez escribí sobre Venus, un cómic de la Golden Age de Marvel que arranca como romance para chicas, pasa a ser una serie de fantasía, se retransforma en aventuras de sci-fi pulpero y termina con historias de terror sin en ningún momento cambiar de nombre ni de protagonistas. Una demencia.