Bienvenidos a la primera entrega de Oficio al Medio (o “O/2”), un newsletter sobre historietas. Cada semana, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este primer contacto, Gonza escribe sobre los primeros capítulos del “Swamp Thing” de Alan Moore y equipo, y Matías analiza las tiras diarias de “Moomin”, de la finlandesa Tove Jansson.
Swamp Thing: romance sofisticado
Por Gonzalo Ruiz
Hablar de Saga of Swamp Thing de Alan Moore a esta altura es pregonar la invención de la pólvora mojada. Pero aun así, por ego y un poco de vanidad (la misma que propició el nacimiento de este espacio, para qué mentir), quiero dejar mis impresiones, unas que vienen de la sensación de estar buscando cobre pero al final terminar con oro en las manos.
Al momento de leer los primeros 24 números (menos de la mitad de los 64 escritos por el Mago de Northampton), es notorio el impacto in crescendo que toman las historias tras el fresh start propuesto en el número #20, donde el guionista se propone a limpiar algunas cosas del run anterior (Martin Pasko, Tom Yeates y la mítica dupla Stephen Bissette y John Totleben) para comenzar (casi) de cero con el, a estas alturas mítico número #21: Lección de anatomía. Moore acomoda las cosas para poder sentirse cómodo con lo que sigue, que es hacerse cargo de lo que él mismo plantea: ¿Qué es Swamp Thing si no es Alec Holland? Dicha pregunta se va resolviendo a lo largo de la “saga” con ayuda de John Constantine, mientras simbólicamente el verdoso personaje busca dejar atrás su pasado (#28).
A partir del número #31 (el final de la pelea con un demoníaco Anton Arcane), a la revista se le adjudica el certero subtítulo de “Sophisticated Suspense”, pero más allá del fuerte componente terrorífico de influencias tan marcadas como solapadas, si hay algo que también está de manera presente en el título, es el amor. Porque, si bien Swamp Thing ya no es Alec Holland, ni siquiera a niveles de conciencia, la criatura no logra soltar el único vínculo de su vida pasada: su amor por Abby Arcane. Amor que comienza a desarrollarse lentamente, para desembocar en dos puntos altos: el segundo Anual y el número #34.
En el Anual #2, Moore revisita el mito griego de Orfeo, donde la criatura toma el lugar del torturado músico para buscar a su moderna Eurídice de pelos blancos, con ayuda del elenco estelar de las figuras sobrenaturales más poderosas del Universo DC (Deadman, Phantom Stranger, Spectre y Demon). El descenso al Hades en este caso se da de manera sobresaliente, lo que desemboca en el Rito de primavera (#34), donde Swamp Thing y Abby consuman sus sentimientos en un trip lisérgico (literal: ella consume una fruta psicotrópica que la criatura genera de sus “entrañas”, todo esto representado en bellísimas ilustraciones de Stephen Bissette que se leen verticalmente) como en una alegoría sexual casi inocente: ambos se confiesan el amor de manera boba, arrepintiéndose al instante porque la situación incómoda no estaba a la altura de los sentimientos que callaban. Bella y Bestia se besan y el guionista le da a los personajes torturados un momento de intimidad, roto de manera violenta por el Nuke Face (#35 y #36).
Sin embargo, y a modo de anexo, el “romance sofisticado” no está únicamente en la relación Swamp Thing/Arcane que tomaría diversos rumbos dramáticos (difamación mediática incluida), sino también en algo todavía menos obvio y que generalmente el comiquero promedio ignora, sobre todo cuando se replican ciertas declaraciones poco felices: el romance entre Moore y las historietas. En primer lugar está Pog (#32), número navideño de enero del 85, donde unos pequeños aliens llegan a la Tierra, huyendo del pavoroso final de su lugar de origen. Esta revista de corte cuasi anti-especista (las criaturitas ven como inviable un planeta donde el consumo de carne es habitual) encubre un homenaje al Pogo de Walt Kelly, personaje de las tiras diarias sindicadas. Tanto Moore como el dibujante Shawn McManus hacen un homenaje respetuoso, tanto con el estilo caricaturizado del dibujo (McManus en un registro distinto al habitual) como en los diálogos de los funny animals. El número siguiente, más obvio aún, le establece un multiverso personal a Swamp Thing, cuando Abby dentro de una pesadilla, revisa el origen de Alex Olsen, la cosa del pantano original.
Cuando se habla de Moore, y sobre todo de Watchmen, se deja caer el término “postmodernismo”, y su Saga of the Swamp Thing no es tampoco ajena a esta idea teórica: el guionista despoja de su humanidad al personajes, dando paso a una reconstrucción y deconstrucción a la vez. Pero, incluso con esta postmodernización, él no deja de mirar hacia atrás, hacia donde comienza esta epopeya, a diferencia de otros creadores, más propensos a barrer todo lo que se pueda abajo de una alfombra. Moore siente un sofisticado romance hacia esos cómics bobos de la Silver Age, y cada tanto elige mostrar su cariño a su manera, justamente con sofisticación. (Después le diría a Len Wein, el creador original del personaje*, que nadie entendió mejor al personaje que él mismo, pero mejor dejemos las historias de egos -correspondidos, en mi humilde entender- para otro momento).
Hoy, cuando se habla de uno de los guionistas más importantes para entender la historia moderna del comic-book americano, se lo hace siempre denostando sus opiniones, aquellas que tienen que ver con las producciones audiovisuales y, en menor medida, a los hijos pergeñados post Watchmen que no entendieron hacia dónde quería ir él (y/o Frank Miller con su Dark Knight Returns). Nunca se dieron cuenta (ni siquiera con un conmovedor hilo de Twitter escrito por su hija Leah) que en buena parte de la obra de Moore hay un componente más importante que el grim and gritty o la postmodernidad: el amor hacia el medio y hacia los personajes. Y de esa manera, Swamp Thing y Abby Arcane pueden amar y amarse.
*y también dejemos de lado, al menos por hoy, que Swamp Thing tampoco es un “personaje original”, pero al menos Moore se haría cargo de eso más adelante, con la llegada del Parlamento de los Árboles.
Deconstrucción, escapismo y anticapitalismo en las tiras diarias de Moomin, de Tove Jansson
Por Matías Mir
Cuando los primeros libros ilustrados de Moomin empezaron a circular en inglés, el director del British Associated Newspapers Syndicate, Charles Sutton, le propuso a su autora, Tove Jason, crear una serie de tiras diarias basadas en los personajes y su mundo. Esta serie de comic strips fue pensada directamente para el mercado británico (aunque después se distribuyó en el resto de Europa y llegó hasta Asia, y fue sindicada en más de 120 periódicos de 40 países), así que Lars Jansson, el hermano de Tove, se encargó de traducir al inglés los guiones en sueco de la autora. En julio de 1954 empieza a salir la primera tira, “Moomin y los bandidos”.
Durante los siguientes cinco años en los que Tove participó en la creación de las tiras (ya sea como artista integral o solo como guionista), una de las características que más resaltan de la obra era que, al igual que en su contraparte en prosa, estaba embebida de comentarios sociales, crítica política, anticapitalismo y algún que otro roce feminista de esos que hoy en día cualquier boludo en Internet diría que es “adoctrinamiento”. Si pensamos que las primeras historias de Moomin fueron creadas durante la Segunda Guerra Mundial y tratan de éxodos masivos, refugiados, familias separadas, la pérdida del hogar y la expectativa del fin del mundo, entonces no es de extrañar que estas tiras aparentemente para chicos reflejaran las opiniones más polémicas de su autora. Es más, Sutton le pidió a Tove exactamente eso, que produjeran juntos “una tira diaria interesante, no necesariamente apuntada solo a niños. (...) Estas maravillosas criaturas podrían usarse en forma de tira para satirizar nuestro estilo de vida supuestamente civilizado”. (Lo más similar en esa época podría ser Pogo de Walt Kelly o, saliendo de la fantasía pero conservando el comentario social y política, Mafalda de Quino). Con carta blanca, Tove se puso a dibujar.
Para los que no sepan, Moomin es la historia de una familia de “moomintrolls” (bichos mitológicos finlandeses parecidos a hipopótamos bípedos) que viven en una torre en Moominvalley, una tierra campesina con montañas y animales parlantes y todo tipo de personajes coloridos. No hay una trama muy compleja, solo un montón de episodios sueltos apenas atados por alguna continuidad mínima en la que Moomin, sus padres y sus amigos tienen aventuras que siempre terminan con un final feliz.
En la tercera historia de las tiras, “Moomin en la Rivera” (1955), la familia Moomin viaja a un hotel que queda en “el sur”. Ya desde su llegada a las playas empiezan a notar que no encajan muy bien fuera de Moominvalley cuando quieren agarrar unas frutas de un árbol pero no pueden porque está en propiedad privada. En esos chistecitos los lectores empezamos a entender algo muy simple que va a ser la base de todo el humor de esta historia: los Moomins no entienden el concepto de “propiedad privada”. Ellos viven en un valle donde si tenés hambre podés solo agarrar una fruta de un árbol y comértela. Los Moomins viven de la naturaleza, se pasean por donde quieren y si bien tienen una casa y todos sus vecinos también, eso está dispuesto por un orden natural y no por arreglos inmobiliarios de propiedad.
Una vez que entramos en ese juego, empieza la diversión. Los Moomins creen que porque el hotel dice “bienvenido” quiere decir que están invitados como húespedes en la casa de un amigo y no como clientes, así que terminan en una habitación carísima y ganándose fama de ricachones por aceptar gastos ridículos que en realidad no saben que tienen que pagar. Snorkmaiden (la “novia” de Moomin) quiere ir a la pileta pero no puede porque “no tiene bikini” a pesar de que nunca usa realmente ropa. Cuando les cae del cielo la guita para pagar todas sus deudas, les sobra medio millón y lo regalan porque no les gusta “quedarse con el cambio”. Tira a tira, los personajes van dándose cuenta de que acá no encajan, pero “acá” no es solo ese hotel o esa ciudad, es todo el sistema capitalista. Tove incluso mete una divertidísima crítica al intelectualismo snob con el personaje de Marquis Mongaga, un cheto que se hace amigo de los Moomins porque cree que su estilo de vida es “bohemio” y romantiza la pobreza (y cuando se entera de que no eligen vivir así sino que, para los estándares locales, son realmente pobres, se alegra porque nunca había conocido “bohemios auténticos”). Perseguidos por la policía, los Moomins terminan volviendo a su valle.
Ante los comentarios de que esta perspectiva de la economía era producto de fantasías infantiles, Boel Westin (autora de la biografía autorizada de Tove Jansson) declara que la realidad es todo lo contrario. Tove entendía perfectamente cómo funcionaba el mundo, e incluso se encargaba ella misma de administrar todas sus finanzas y sus licencias (excepto aquellas que le cedió a su hermano Lars). Tove no crea este valle donde nadie tiene que preocuparse por la propiedad o el dinero como una fantasía tonta, sino como una forma de mostrar cómo podría ser el mundo, una alternativa social y económica distinta bajo cuya perspectiva el capitalismo se siente ridículo. En su video “Moomin and Escapism in Anime”, el youtuber Caribou-kun plantea que Moomin funciona como una fantasía de escapismo perfecta porque se concentra en un deseo estético mayor al de cualquier otra historia de fantasía, el escapismo a un mundo tranquilo donde una familia campesina es feliz y nadie tiene que preocuparse por expectativas sociales, por la crueldad de los otros o por necesidades insatisfechas. En 1931, la madre de Tove no pudo ir a su graduación porque no tenían el dinero para pagar el viaje. “Que horrible que una suma tan pequeña de dinero evite que estés aquí” le escribe Tove en una carta. “Podríamos ser tan felices con una vida sencilla”. Las semillas de su disgusto ante el sistema ya estaban ahí.
En “Moomin y el mar” (1957) se da quizás una de las tiras más explícitas respecto a temas de igualdad de género. Con un fantasma acechando el faro en el que ahora vive la familia, Snorkmaiden se tranquiliza sabiendo que Moomin va a protegerla de lo que sea, pero él se queja y empieza a cuestionarse por qué él tiene que ser el que la proteja a ella y no tenga permitido sentir miedo. Al preguntarle a su padre, él dice que todos los hombres son valientes, “o al menos, eso es lo que siempre me dijeron”. Al preguntarle a su madre, ella dice que no siente miedo “pero finjo que sí por tu padre”. En cuatro viñetas, Tove describe en términos simples la masculinidad tóxica y sus consecuencias tanto en hombres como mujeres.
Y hay muchísimos casos similares en las tiras de Tove, pero para ir cerrando el tema no podía no mencionar “Los Moomins concienzudos” (1958) con guiones de Tove y arte de Lars Jansson. En esta serie fantástica de tiras, aparece en el valle un miembro de “La liga de la conciencia y el deber”, y con pocas palabras básicamente explica que Moominvalley es un lugar demasiado laxo, donde nadie busca aportar a la sociedad y producir. ¿Producir qué? No importa, lo que importa es que en el valle nadie es “productivo” bajo los estándares capitalistas. La gracia de todos los chistes entonces es exponer lo ridículo que es buscar una vida “productiva” cuando claramente es innecesaria para todos los personajes, en su contexto donde no necesitan dinero ni empleos.
Todos los personajes, a excepción de Snufkin (que, por su propia personalidad de espíritu errante de la serie es incapaz de caer en algo así), empiezan a desesperarse por conseguir un trabajo, entrar en dinámicas capitalistas como el networking o el emprendedurismo, todo de forma superficial y ridícula al carecer de la base obvia del productivismo: la necesidad de producir. Así, Moominpapa pone un negocio de viajes en vela que no atiende y solo usa para verse con sus amigos, Moomin busca desarrollar una “personalidad magnética” para los negocios, Snorkmaiden empieza a trabajar de secretaria aunque no sabe mecanografía, y Moominmama desespera porque solo es ama de casa, así que se inventa tareas para sentirse productiva, incluyendo volver a limpiar el piso ya limpio con tal de hacer algo (tarea no muy distinta a la que hoy en día muchos locales le hacen hacer a sus empleados en días lentos con tal de mantenerse productivos y justificar sus sueldos). La cereza del postre de todo esto llega cuando Moomin encuentra el trabajo perfecto: juntar caracoles en la playa, su hobbie favorito. Sin embargo, al empezar a trabajar descubre la horrible verdad del mundo laboral: trabajar de lo que te gusta te hace perder el placer en hacerlo. Por suerte, como siempre, al final todo vuelve a la normalidad: todo el valle celebra que ahora pueden hacer lo que quieran, que finalmente son “libres del deber”.
Las tiras de Tove no se reducen solo a sus contenidos políticos, son excelentes historietas de comedia y aventura con una estética hermosa; pero es la faceta más “militante” de Tove la que hace que resalten y se mantengan relevantes para el público incluso más de 70 años después.
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