Bienvenidos a la segunda entrega de Oficio al Medio (o “O/2”), un newsletter sobre historietas. Cada semana, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este segundo contacto, Matías escribe sobre una historieta unitaria demoledora de Inio Asano, y Gonza se despacha con una de sus obsesiones: el bootleg.
La distopía de los derechos humanos en “Tempest”, de Inio Asano
Por Matías Mir
Por fuera de sus series más icónicas, Inio Asano tiene un catálogo bastante extenso de one-shots que recopiló primero en El fin del mundo y antes del amanecer (2008 en Japón, 2016 en España) y, cuando juntó varios más, en Antología de Inio Asano (2018 en Japón, 2020 en España). Es en este último volumen que se recopila “Tempest”, una historieta unitaria de 52 páginas publicada originalmente en la revista Big Comic Superior en 2018. No sé cómo describir lo alucinante que es “Tempest”, pero ya que estamos, voy a hacer el intento.
“Tempest” describe un futuro cercano en el que en Japón, debido a la creciente pirámide invertida poblacional, se legisla que toda persona de más de 85 años ya no puede realmente servir a la sociedad, así que todos los viejos son puestos en edificios especiales donde se los cuida, medica y se cumplen todas sus necesidades de forma gratuita hasta que cumplan los 90. Entonces, las opciones que les quedan son o la eutanasia o pasar un “examen de ancianidad” donde demuestren su lucidez y su entendimiento de esta nueva configuración social. Si aprueban, pueden volver a vivir con sus familiar fuera de los edificios y se les asigna un trabajo (ya volvemos a eso). Si desaprueban, pierden sus derechos humanos y todo acceso a los recursos públicos de Japón, convirtiéndose esencialmente en gerontes perros callejeros.
Y si el concepto ya de por sí es macabro, la ejecución es peor. Esto no sucede en un futuro lejano e hiperfuturista donde la humanidad como idea se perdió hace mucho. Por el contrario, sucede en un mundo demasiado parecido al nuestro, donde la radicalización por Internet, el progresismo como arma política y el marketing y las operetas tienen el poder de cambiar la forma en la que vivimos. Estos nuevos decretos no aparecen de la nada, en un vacío, sino que son planeados a mediano plazo por el partido oficialista con una serie de decretos apuntados a voltear la pirámide social y recrear un Baby Boom que salve a la economía japonesa, como por ejemplo la creación de una “tarjeta de derechos humanos” similar al documento de identidad, la baja gradual de la minoría de edad (que eventualmente llega a los 14 años), distintas políticas económicas apuntadas a fomentar la maternidad joven y el decreto de que los mayores de 65 años deban pagar una tarifa para votar en las elecciones. Todas esas medidas, parcialmente opuestas por la sociedad pero justificadas por el progreso y la recuperación económica, decantan en esta deshumanización del sector “improductivo” de la sociedad, los ancianos. El sistema del aislamiento de los mayores de 85 es presentado como algo positivo, porque elimina el pago de jubilaciones, las familiar ya no tienen que ocuparse de sus mayores y, además, se les ofrece constantemente la salida gratuita e indolora de la eutanasia. No hay ningún villano en “Tempest”, nada de esto es un plan malévolo para deshacerse de los ancianos, porque la ancianidad es lo único que sigue siendo socialmente inevitable. Incluso el Primer Ministro que declaró este nuevo estado eventualmente llega a vivir en los edificios para ancianos.
La sensación de incomodidad que antecede al horror comienza cuando vemos, además, cómo se mueven los hilos políticos para lograr anestesiar las dudas y las oposiciones ante el nuevo sistema. En televisión, los programas cobran una obvia pauta para expresar lo bueno que es vivir en Japón ahora, y se exponen a idols que a los 18 ya tienen cuatro hijos y, literalmente, se embarazan por un plan, pero con el ángulo de que eso es algo bueno para el país, más mano de obra para levantarlo. En todos los medios se instala la idea de que todo esto funciona porque se maximiza la productividad, se eliminan los gastos innecesarios y se rejuvenece al país de la forma más humanitaria posible. No es una dictadura fascista eliminando sistemáticamente a una parte de la población solo porque tiene buen marketing y usa las palabras correctas. El protagonista de esta historia, un anciano pronto a dar el examen de ancianidad, se opone a todo esto y declara “las personas no somos máquinas al servicio del país”, pero cae en oídos sordos.
El estado no obliga a nadie a nada, solo los empuja con beneficios y propaganda constante a que elijan la eutanasia. La idea de no ser una carga para sus familias, el hecho de que el examen de ancianidad los haga estudiar durante cinco años el hecho de que son inútiles para el país, que cuando se reprueba el examen en vez de ofrecerles la eutanasia o solo devolverles su vida se los tire desnudos en las calles y sin derechos para que toda la sociedad los vea como arrugados lastres que ensucian las calles y que los ancianos que sí aprueban entren en el programa “Tempest” donde su trabajo es meterse en robots (es decir, que no sean vistos en público) y se ocupen de mantener la limpieza y el orden en las ciudades (incluyendo el “ocuparse” de cualquier anciano sin derechos humanos que se atreva a utilizar cualquier espacio o servicio público); todo eso configura la trampa mortal del estado, la configuración de un estatus sutil pero duramente opresivo que busca instar literalmente que un sector entero de la población elija quitarse la vida honorablemente, como una especie de seppuku moderno.
Y lo peor de todo es que los ancianos son solo el principio. ¿Dónde queda el límite? Una vez que los derechos humanos dejan de ser algo innato y permanente de cada ser humano y se convierten en un documento público que puede ser entregado y retirado por el gobierno, ¿cuánto falta para que otros sectores considerados “improductivos” sean los objetivos de una reestructuración similar? La tempestad es solo el principio.
Ilegales, salvajes y especiales: Bootleg comics, otra historia de amor.
Por Gonzalo Ruiz
Parece joda, pero sí: segunda nota que tiene un componente romántico. Pero no tanto por los contenidos a enumerar, sino más bien, y esto en cierta manera es un juicio absolutamente subjetivo, porque el romance está entre el historietista y el medio. Parece una cosa naif pero bueno, cada quien sacará sus conclusiones al final.
Esto también parece una obviedad comentarlo, pero por algún lado hay que empezar: desde el momento que aparecen las primeras historietas y los primeros personajes reconocidos, surgen atrás de ellos los fanáticos (como nosotros y ustedes). A partir de acá, la escalada (o descenso según qué óptica tenga cada uno) de la obsesión es inevitable. Hacerse socio de un fan club o fundarlo, armar un fanzine informativo que se envía por correo (como esto, dicho sea de paso)… las opciones son varias más, y por supuesto no falta en todo esto el fan-art, el cover del personaje realizado por el excitado hincha de los cómics. El paso siguiente es también obvio: ¿por qué no hacer una historieta con guion y dibujo propios? Esa idea, sin embargo, ya la tuvo gente adulta con intenciones non-sanctas.
Si leíste Watchmen y tenés una memoria prodigiosa, sabés de lo que hablo, pero si no te acordés (o no leíste Watchmen), uno de estos primeros ejemplos de fan-fiction son las Tijuana Bibles: ocho páginas de contenido pornográfico que tuvo fuerte alza en los años de la Gran Depresión norteamericana, donde los pervertidos podían disfrutar de algunos personajes clásicos de los comic-strips o figuras reales haciendo cosas chanchas. Estos primeros zines caseros eran absolutamente ilegales, no solo por las violaciones de copyright sino por el “atentado” a la moral que significaban, y en cierta manera, cimentaron los primeros ideales de la movida underground que llegaría 40 años más tarde. Por supuesto, lo que hicieron los “herederos” naturales de las biblias de Tijuana no tenían nada que ver con hacer historias zarpadas con personajes existentes.
Los que sí tomaron ese camino y que, como siempre, elevaron hasta el paroxismo el contenido, fueron los mangakas. Como los alemanes, los japoneses tienen palabras muy lindas que sirven para englobar y explicar fácilmente algunos conceptos, y en este caso la palabra clave es Dōjinshi (dōjin significa “grupo de fanáticos” o “fandom” y shi es “revista”) un concepto que, como cualquier otro en Japón, tiene una exacerbada recepción, al punto de existir convenciones dedicadas solo a este tipo de publicaciones. El héroe del dōjinshi es Hideo Azuma, celebre autor capaz más reconocido por su autobiografia Diario de una desaparición, pero que en los años 70 junto a sus asistentes fundaron Cybele, piedra fundacional del hentai y lolicon. Estas revistas suelen, como las biblias de Tijuana, meterse con personajes preexistentes, pero no necesariamente todas son eróticas o pornográficas, sino simplemente celebratorias: amar tanto a un personaje como para dedicarle algo más que un simple dibujo. Las CLAMP son otras “fanzineras” de larga data, con la saga de publicaciones CLAMP in Wonderland, donde desarrollaron una historia con los personajes de JoJo’s Bizarre Adventure: Stardust Crusaders.
Generalmente, el dōjinshi abraza la causa “picaresca” de las biblias de Tijuana, pero desde un costado más dulce: son el lugar ideal para que lxs fans hagan cierto los “shippeos” que tienen en mente, sean originalmente hetero u homosexuales, o directamente convirtiéndo a personajes “straight” en gays, o hasta cambiándoles el género. Claro que hay escenas explícitas, pero todo en favor de un romance que la fuente original no les va a otorgar.
Otros que continuaron esta línea “celebratoria” son, nuevamente, los yanquis en los últimos años. A partir de finales de los 70, principios de los 80, con la explosión de artistas que se largaban independientemente a publicar sus propias historias, fueron varios los artistas que comenzaron en la militancia del underground. Y algunos de ellos, varios desconocidos y otros no tanto, hicieron pequeños fanzines parodiando u ofreciendo sus propias visiones de héroes clásicos de Marvel y DC. Acá es cuando comienza mi perorata sobre el amor: estas historias (y algunos de los dōjinshi, los menos zarpados) están hechas por artistas que, de buenas a primeras, son fanáticos. Algunas, las yanquis más que nada, son de una circulación muy precaria y vendidas a muy bajo costo o regaladas para evitar conflictos legales, como le ocurrió a la gente de Coober Skeber.
Antes de arrancar este párrafo, un poco de contexto histórico: en 1997, Marvel Comic entró en quiebra, reventándose la burbuja especulativa en la que vivían encerrados desde aquel X-Men #1. Esta caída de una de las editoriales más grandes de Estados Unidos fue apropiada por la editorial Highwater Books, que armó la tocada de culo más grande y divertida: el Coober Skeber Marvel Benefit Issue!, fanzine (con tapa del mítico Seth) que se regalaba y que incluía parodias de los personajes de la Casa de las Ideas, hechas por algunos de los fanzineros más recordados de esos años, como Brian Chippendale o James Kochalka. Por supuesto que todo terminó en juicio y con esta pequeña publicación sacada de circulación. Irónicamente, en el nuevo milenio, tanto Marvel como DC apostaron a estos fanzineros para dos antologías memorables: Strange Tales (Vol. 1 y 2) y las Bizarro Comics/World, unos fantásticos experimentos donde el “sentimiento bootleg” de los personajes sigue vivo, ahora publicadas de manera un poco más lujosa.
Anexo: el bootleg como mala palabra
Pero no quería irme sin antes dedicarle una coda a algo que siempre me llamó la atención. Si uno va a a librerías de saldo o a los puestos de Parque Rivadavia o Centenario a buscar libros, es notorio como abundan ediciones “piratas” de clásicos de la literatura que, por los tiempos, todavía no son de dominio público. Es así como uno tiene opciones económicas (pero mal hechas en algunos casos) de libros. ¿Por qué con el cómic no ocurre esto?
En honor a la verdad, sí ocurre, pero no está tan a la vista.
De manera histórica, y siguiendo con el país del sol naciente, el mítico fanzine RAN supo publicar mangas oficiales sin licencia, con traducciones apócrifas, por el simple hecho de poder darles a conocer a otros fanáticos algunas obras que de otro modo no podían ser. Podría incluírse a cierto editor desleal que tiene más prontuario que catálogo o a cierta “editorial” que se dedica a través de Facebook a vender scanlations de manga encuadernados. Pero me detengo en otra cosa que he visto en dos lugares distintos.
Por un lado, Ed Piskor a través de su Patreon, serializó Red Room (que actualmente está por publicar Fantagraphics). Por el otro, Victor Puchalski a través de otra plataforma de mecenazgo digital, serializa La balada de Jolene Backcountry. Ambos, a través de sus redes sociales, instaron a una solución para los fetichistas del papel (esto, teniendo en cuenta que Piskor lo hacía antes de confirmarse el contrato con la editorial indie) a que se impriman ellos mismos los cómics, si tanto lo deseaban.
¿Es una posibilidad in crescendo que aquel artista independiente pueda dejar en manos de sus lectores la posibilidad de una edición a papel del material pensado para digital? Está bien que en Argentina no hay todavía una cultura de “lo digital”, y justamente, la gente prefiere pensar directamente en una variable física hecha por expertos… pero ¿qué tan viable será que los autores por una módica suma, entreguen archivos que, todo aquel que lo desee, pueda imprimirselo por su cuenta? En años difíciles, los discos importados se grababan en cassettes pirateados, que a su vez circulaban de mano en mano entre fanáticos. ¿Es este un posible futuro, algo punk, algo do it yourself, para las historietas independientes? ¿Una suerte de fanzineteca customizada por uno mismo?
Ojalá que sí, digo yo.
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