Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio, un newsletter sobre historietas. Cada semana, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas, buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este nuevo contacto le toca un receso a Matías para que Gonza se despache solo para hablar de su mangaka favorito.
La desolación como única salida: Yoshihiro Tatsumi y el gekiga.
Por Gonzalo Ruiz
Mis influencias son los reportes policiales y otros artículos de intereses humanos publicados en los diarios.
Yoshihiro Tatsumi, diciembre de 2004.
Las ciudades tienen vida propia, y esta no es una oración que busque tener una connotación sobrenatural o fantasiosa, sino que apunta a lo que ocurre en las urbes grandes que siempre están atestadas de gente. Pienso en ciudades que nunca duermen, como Buenos Aires, Nueva York y, por supuesto, Tokio. Mucha gente de acá para allá, de la casa al trabajo y del trabajo al hogar, estilos de vida que se cruzan con otros, los turistas con los residentes, los ricos con los pobres… y esos estilos de vida (o más bien, esas personas) tienen sus propias historias, sus triunfos y fracasos, sus miserias y sus virtudes. Las historias más lindas de ver son siempre las que van por la positiva, excepto para Yoshihiro Tatsumi.
A diferencia de otros mercados, hablar de la historieta japonesa implica hablar más de los grupos demográficos que de “géneros” en sí. Esto no implica que la narrativa gráfica no tenga géneros, al contrario: dentro del shonen hay un crisol de temáticas gigantes, solamente que se rigen previamente con ciertas reglas escritas en el aire pero que determinan qué es un shonen, un shojo, un seinen o un josei, y dentro de estas demografías ocurre lo mismo. Aún así, Japón ha sabido otorgar “géneros” vanguardistas, uno de ellos nacido en los mismísimos albores del manga.
Pongámonos en un breve contexto: 1947, Japón en estado de postguerra tras el final de la Segunda Guerra Mundial y las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. La tierra del sol naciente se encontraba diezmada con escasez de diversos materiales, entre ellos el papel, tal vez el insumo que más tiene que ver con lo que hablamos acá. Con lentitud, el país comienza a levantarse como puede y con lo que tiene. En medio de todo esta desolación, Sakai Shichima y Osamu Tezuka publican Shin Takarajima (La nueva isla del tesoro), piedra angular del shonen que le rompió la cabeza a muchísima gente, sobre todo a algunos mercaderes de Osaka que vieron con esto una posibilidad de meterse en el incipiente mercado del manga, que para ese momento consistía de un número muy reducido de editoriales, y donde la mayoría eran dependencias de las tiendas kashibon, lugares donde las historietas se alquilaban. Y claro, la demoledora aparición del Dios del manga hizo que estas tiendas/editoriales se pusieran a la caza de sus propias ballenas blancas artísticas.
Es en medio de ese caldo de cultivo que aparece Yoshihiro Tatsumi.
Mucho de lo que conté hasta acá proviene de Gekiga Hyoryu (Una vida errante), la descomunal autobiografía que el maestro serializó entre 1995 y 2006. Once años, más de 800 páginas que retratan lo ocurrido en la vida del mangaka entre el 45 y el 60. Un relato que cuenta con lujo de detalles cómo se formó el manga y lo que hoy nos importa: el gekiga, cuya traducción literal separando los kanjis es “imágen dramática”. Hubo algo dentro de la cabeza de Tatsumi, ávido consumidor de películas y literatura, que le hizo sentir mientras terminaba de adolecer, que el proto-shonen que estableció Shin Takarajima y las siguientes obras de Tezuka no terminaban de dialogar con él mismo, habían otras cosas de las cuáles se podían hablar, y así fue como se cargó al hombro la responsabilidad de contar lo que nadie hacía. Por suerte para él, no estaba solo en dicha empresa.
La carrera de Tatsumi está dividida en dos partes, la previa al gekiga y la del gekiga mismo. La primera corresponde a su etapa como artista en Osaka, laburando para la editorial de kashibons Hinomaru Bunko. Desgraciadamente, de este período no hay nada rescatado excepto por Kuroi Fubuki (Black Blizzard, editado por Drawn & Quarterly). Lo demás, debido a que los editores no tenían por costumbre ni devolver originales (y mucho menos conservarlos), solo se puede conseguir en sus ediciones originales, lo que, asumo, no debe ser nada fácil1. La obra posterior es la que más veces se ha republicado en varios idiomas, y la que probablemente defina al mangaka en cuerpo y forma, el summum total de la mala leche, del lado más oscuro y perverso de la Japón de los años 60. Hay que agradecerles acá a las editoriales encargadas de rescatar a Tatsumi, debido a que muchas de estas historias cortas no se publicaban en una sola revista, sino en varias y de manera disímiles, pasando por la edición nipona de la Playboy, la mítica Garo y hasta alguna que otra antología shonen.
Y son estas historias cortas las que mejor explican qué es el gekiga, pese a que su traducción literaria no puede ser más gráfica. Hay algo de la nouvelle vague francesa por el exceso caudal existencialista que largan los relatos, pero sin el encanto o la finesa que proponían los directores de la Cahiers du Cinema2, porque lo que Tatsumi presenta es algo excesivamente más crudo, completamente frontal que va en sintonía con esa desazón europea. En el Tatsumi de los 60 (que a su vez estaba algo desencantado con el movimiento gekiga, aunque nunca bajó la bandera) conviven putas, soldados desconocidos de la postguerra, trabajadores con laburos de mierda, todos los niveles posibles de escoria, todas estas figuras completamente desdibujadas, puestas en un lugar de humillación absoluta, casi tanguera. Acá no hay vivos que cagan giles, sino una sensación compartida por todos, en que la vida es muy triste y la redención no existe para nadie, donde el amor es una utopía y el sexo es más una herramienta para lastimar que para gozar.
La guerra había terminado y para los 60 Japón había salido adelante, por decirlo de algún modo. Pero el conflicto caló hondo y dejó huellas, entre ellos a Tatsumi, que creció con un paisaje poblado de “acompañantes” japonesas que eran vejadas por los soldados yanquis en su Osaka natal, mientras el resto de la nación veía con buenos ojos la intervención foránea. Él se sentía traicionado, algo que se refleja en sus historias, que son un lugar donde la gente no quiere a nadie y solo dejan ver lo peor de sí. El mangaka podía ver más allá de la hipocresía y mediocridad, puso a Tokio bajo una lupa y la despedazó con relatos crudos que van al hueso, mostrando las cosas que las ciudades pulcras esconden abajo de una alfombra como a sus pobres (“El hotel del paso subterráneo”, historia corta incluída en Venga, saca las joyas editado por Ponent Mon).
Hay desesperación, pero no en los relatos en si, sino en sus personajes, o más bien en lo que transmiten. Si hay algo que no abunda en los tres libros que editó Drawn & Quarterly (en órden cronológico: The Push Man, Abandon the old in Tokyo y Good bye) son los diálogos. Los personajes (todos ellos anónimos, la gran mayoría carece de un nombre completo en algunos casos, o más bien no importa como se llamen) se enfrentan a sus desavenencias estando mudos, impávidos ante el derrumbe interno inevitable, como si fueran autistas o como si no les importara lo que les ocurre, da lo mismo morir, perder el trabajo o a tu pareja. Los menos afortunados son soñadores que creen que les espera algo bueno en algún momento (“Life is so sad”, incluída en Good bye), una recompensa por vivir sumisos.
Es interesante ver cómo un japónes, que tienen mala fama de machistas y extremadamente conservadores, pinta a la figura “masculina” de manera justamente sumisa. Son los más callados, los que sufren la burla de las damas de compañía de los bares, se limitan a ser espectadores de la decadencia humana. Algunos de ellos utilizan el travestismo como herramienta para sentirse libres (“Make-up”, incluída en The Push Man), como respuesta contra dicho conservadurismo. Hay exceso de prostitución pero no hay cafiolos, no hay un hombre que tenga a las chicas atadas, sino que son ellas las que tienen la correa en la mano, y que sin piedad la utilizan contra sus clientes, que encuentran felicidad en el maltrato.
Lo de Yoshihiro Tatsumi es todo un tour de force, un compendio de historias que, como el “Almuerzo desnudo” de William S. Burroughs, son “instantes helados en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores", una visión descarnada, caótica y violenta del Japón pujante de los 60. Un mangaka que tuvo una idea (y una ideología) concreta y por la cual peleó hasta el día de su muerte, un 7 de marzo de 2015. Queda en su legado muchas historias cortas y esa obra maestra que es A Drifting Life, todo un documento histórico para entender la historia del manga, contada por alguien que estuvo ahí donde muy pocos estuvieron, testigo absoluto del génesis de todo lo que amamos acá.
Si todavía no leyeron a Tatsumi, bienvenidos al viaje, pero sepan que es uno del que uno vuelve, si es que puede, cambiado por completo.
Otros que rescataron la obra de Tatsumi aparte de D&Q (o más bien la dieron a conocer en occidente) fueron en La Cúpula que publicaron obras cortas en El Víbora desde los 80, además de varios libros de historias cortas, hoy lamentablemente inconseguibles.
No es azarosa la comparación, puesto que otros mangakas vanguardistas si fueron más allá con la decisión estética similar al cine francés experimental de los 60. Seiichi Hayashi, otro abanderado de la Garo, es considerado exponente principal de la “nouvelle manga”.