Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio (o “O/2”), un newsletter sobre historietas. Cada semana, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas, buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este nuevo contacto, Matías expone varias ideas inconexas acerca de la metaficción, y Gonza apela a su memoria emotiva como comiquero.
La cuarta pared no existe
Por Matías Mir
En Opus, un Satoshi Kon en sus treintas dibujó cómo un autor de manga es incapaz de terminar su serie porque uno de los protagonistas se roba el clímax, la página en la que muere. Lo que sigue es una cinematográfica aventura entre ficción y realidad para recuperar ese final y salvar al mundo ficcional de su desaparición por la cancelación de la serie. Kon, que es un maestro de la aventura y de jugar con lo onírico, despliega todo su arsenal de flasheríos para que el lector no pueda soltar la historia, siempre con un una gran duda colgando en las páginas: ¿cómo se sentiría saber que solo sos un personaje? ¿Podés confiar en tu realidad solo porque la percibís bajo tus propios estándares de qué es o no real? No es la única obra que plantea eso, y la verdad es que no hay respuesta, nunca la hubo. Distintas ramas filosóficas llegan más o menos a la conclusión de que lo real es solo lo que se percibe y, si hay algo metareal, escapa a nuestro entendimiento.
La revista en la que Opus era publicada se canceló, irónicamente, en el clímax de la historia. Los personajes parecen fracasar en detener a la extraña figura antagónica y el mundo dentro del manga es destruido con su autor dentro, y en ese cliffhanger quedaron los lectores durante más de 14 años. Aunque tenía intenciones de terminar la historia, Kon fue más y más absorbido por su trabajo como director de animación y gracias a eso pudimos disfrutar de peliculones como Perfect Blue, Tokyo Godfathers y Paprika. En 2010, Satoshi Kon muere de cáncer de páncreas.
La tentación por hacer una comparación con el Animal Man de Grant Morrison es inevitable, así que, aunque me odio por hacerla, igual la hago. Si bien no es el principal foco de la historia, de a poco el run de Morrison en el héroe animal se convierte más y más en una metaficción en sí misma, desde el icónico “I can see you!” hasta el peregrinaje por el purgatorio de los personajes olvidados. Al final, Buddy se encuentra con su propio creador, un joven Grant todavía con pelo en la cabeza, con quien discute acerca de la realidad, de su existencia y del sufrimiento. Tanto en Opus como en Animal Man se producen diálogos similares respecto a este tema. Los personajes le reclaman a sus autores el sufrimiento por el que tuvieron que pasar, y la respuesta de estos es, simplemente, que ese sufrimiento tenía que ocurrir para que la historia fuera más interesante. Cuestiones como el morbo, el camino del héroe, las influencias de las propias tragedias de los autores y sus mundos cada vez más oscuros se filtran en las páginas, pero para los personajes, que todavía lidian con el hecho de comprender que solo son ficciones, esto es inentendible. A Buddy Baker no le interesa que Morrison esté jugando con la metaficción para subvertir las expectativas de los lectores, le interesa que el tipo mágico que escribe la realidad arregle su vida miserable.
Saltamos a Argentina. Por la década de los 90, Eduardo Mazzitelli y Quique Alcatena dibujan para la revista El Tajo la serie Caos Comic, en la que, también, unos superhéroes cada tanto se cruzan con su “cuarta pared”, a la que ellos llaman “Espacio Total”. Unos ensombrecidos dibujante y guionista se la pasan intentan en cada entrega evitar que sus personajes se salgan de las páginas, que la ficción afecte a la realidad y, al mismo tiempo, que sus problemas personales afecten negativamente a la ficción. Años más tarde, en el sitio de webcomics Tótem Cómics, Quique propondría una aventura del personaje La Marca, quien es enviado en una epopeya por un misterioso ente que resulta ser ni más ni menos que su autor, un tipo en blanco y negro que le ofrece “ser su personaje”. El giro, acá, es el contrario al de Animal Man. La Marca se saca la máscara y resulta ser un tipo crudo, detallado y con un pasado complejo. La Marca es más real que su propio autor.
Y hablando de reclamarle al autor, nadie lo hace mejor que Joaquín Martelli, el personaje de Hostil y Abyecto, de Fernando Baldó. Al final (sorry, spoiler) se da el mismo momento que ya vimos en las otras obras: un dibujo sale del papel, se vuelve 3D (para su percepción, porque para nosotros sigue siendo en dos dimensiones) y le pregunta a su autor por qué lo hizo pasar por todo eso, por qué tanta muerte y tantas cosas jodidas. Ante la respuesta, Joaquín, que había sido escrito para ser una versión más poronga de su autor, lo caga bien a palos y luego comete su retrasado suicidio, aunque el que muere es el autor.
La caída también es el final para Soledad, el personaje de “Claustrofobia” en la serie de historias cortas Diagnósticos, de Diego Agrimbau y Lucas Varela, ese proyecto fantástico donde guion y dibujo son imposibles de pensar como entes separados. Todo Diagnósticos se trata de deconstruir los elementos que hacen a las historietas (las onomatopeyas, el diseño de personajes, la narrativa secuencial, etc.), y en el caso de “Claustrofobia”, lo que se deconstruye son las propias viñetas. En su búsqueda por dejar de sentirse encerrada, Soledad sale de la página, ve un mundo de zócalos y viñetas y una secuencialidad que es incapaz de comprender antes de caerse de su propia realidad.
Y así podemos seguir por un rato largo. El mismo Agrimbau también hizo los guiones de ¿Quién mató a Rexton?, esa metahistoria donde un guionista muerto le deja a seis dibujantes la verdad sobre su asesinato, y nosotros no leemos precisamente la “realidad” sino solamente la ficción dentro de la ficción (incluso la edición en preventa del libro incluía una sobrecubierta con la falsa portada de ese metalibro). Y no puedo no mencionar a Morrison de nuevo cuando, en Multiversity: Pax Americana, pone a todo su mundo de ficción de cabeza en la búsqueda de la fórmula 8, su versión de la grilla de nueve paneles de Watchmen, y cómo el entendimiento del tiempo como algo no lineal sino basado en el pasar de las páginas puede alterar al mundo.
¡Y ni hablar de Juan Salvo encontrándose con Oesterheld para advertirle de los sucesos de El Eternauta!
Y hay más, muchas historias más. Siempre aparecen más si te ponés a preguntar, porque la metaficción es una idea universal que excede a la historieta y existe, por lo menos, desde el Quijote de Cervantes. Es una respuesta lógica a la ficción y un divertido juego que proponer, porque no hace falta responderlo con ninguna certeza. No hace falta, porque no hay realmente certezas. Si no podemos entender nuestra propia mortalidad y quién nos postula a nosotros, menos vamos a poder plasmarlo en el papel, así que las dos salidas que quedan son, o dejarlo ambiguo, o hacerlo cómico. En esta segunda variante podemos mencionar el final de Caos Comic, ampliado para su recopilación en Kapop, en el que los artistas resultan, a su vez, ser dibujados para un metacómic extradimensional e incomprensible. Lo mismo hacen Carlos Trillo y Enrique Breccia al final de Marco Mono, donde jocosamente se burlan de los personajes a los que les mueven los hilos, sin ver los hilos que los atan a ellos desde un estado superior inalcanzable.
Satoshi Kon, como ya fue mencionado, falleció en 2010, y Opus quedó inconclusa. Sin embargo, Kon llegó a dibujar parcialmente un último episodio en el que el clímax se interrumpe y la historia pasa a ser la propia suya. La ironía de la situación no se le pasa: el autor del manga sobre un manga que no puede concluir no puede concluir su manga. (Sí, esa oración tiene sentido). El metajuego entonces es inevitable. El mangaka de ficción sale de la página y se encuentra con el real y puede, al fin, comprender a sus personajes ahora que entiende que él mismo es uno. Lo que Satoshi Kon no podía planear, por supuesto, era morirse, que la obra quedara inconclusa, que el último capítulo haya sido encontrado entre sus archivos y que haya sido publicado en las sucesivas reediciones de la obra a pesar de ser solo un borrador.
Muchos otros autores jugaron con la metaficción y resultaron en obras interesantísimas, pero ninguno pudo lograr algo así de perfecto. Que el final del manga sean solo bocetos publicados más de una década después porque el autor no estuvo vivo para publicar su propio clímax en su obra sobre metaficción es quizás la experiencia de autoría involuntaria más perfecta que existe. Y obvio que tenía que ser obra de Satoshi Kon.
Olvidadas, perdidas pero atesoradas: como me formaron las primeras interacciones comiqueras.
Por Gonzalo Ruiz
En una habitual y aburrida scrolleada a través de Facebook, me topé con esto que disparó un recuerdo, como un hábil tirador dispara una bala que golpea en el centro del blanco:
Esta poderosa tapa de John Romita Jr. del Spectacular Spider-Man #255 de comienzos de 1998 fue la primera revista que mi papá me compró, en su edición mexicana de Vid (Spider-Man #61, editada tres años después), cuarta parte de una saga arácnida mediocre que, por supuesto, no leí completa hasta hace no mucho (2019, para ser exactos, según el cuaderno/bitácora de lectura que llevo). No, hoy no voy a hablar de esta saga, ni del contenido de este número, de Spider-Man o de Romita Jr., sino de cómo, paso a paso, revista suelta a revista suelta, fui dándole molde a mi forma de ser comiquera. Porque, de los casi 20 años que me separan de ese momento hasta el presente, hay cosas que cambiaron y otras que no. Quiero empezar por lo obvio, porque le pasa a mucha gente, sino a toda: el hecho de la “tapa entradora”. Una portada que tiene que ser atrayente para que sea el número elegido cuando esté disponible para su compra. Pensemos que el miércoles de salida del año 98, de una cantidad fastuosa de revistas que se publicaron en ese mismo día, uno capaz tiene que elegir una sola cosa. Y pienso en chicos que, como yo en ese momento, no tenían idea de qué era un comic, una serie, o qué pasaba antes o después, y quedaron embelesados por las tapas, los colores y los personajes.
Ahí es donde entro yo, que me di cuenta casi de casualidad en estos últimos años que siento la fascinación que me generaban/generan las cosas terroríficas. Porque más lo pienso y más estoy seguro que ese Green Goblin sin iris ni pupila me habrá dado mucho miedo. Pero habían otros cómics en mi casa antes que este, pero que no me pertenecían. Eran dos historias de Superman, editadas por Perfil en los 90. Por un lado, de la era Byrne, el número donde en la portada está el Joker con el traje de Supes en un grotesco primer plano con su diseño alla Aparo. Y por el otro, la segunda parte del mítico anual #1 de Action Comics (que por algún motivo, la editorial argentina la publicó en dos revistas), dibujada por el glorioso Art Adams y que involucraba unos grotescos vampiros. Y lo mismo, recuerdo sentir miedo y la inevitable obligación de seguir mirando las viñetas. Me pregunto ahora cuáles son mis artistas favoritos, aquellos que hoy prevalecen en un panteón privado, y dos de las respuestas posibles son Romita Jr. y Art Adams, dibujantes que resuenan a (mi) niñez.
Es normal y natural que lo que antes nos gustaba hoy capaz no sea así. Pero de algo puedo estar seguro y es que algunas de dichas cosas terminan fijas en el inconsciente personal y que, por más que ya no nos gusten, sí marcan el camino a seguir. Dicha fascinación por el misterio y el terror me acompañó en cierta manera en mis elecciones futuras, no solo comiqueras sino también multimediales (películas, series, música, etc.), porque hay algo de zona de comfort en las primeras cosas que nos definen. Sí, al comiquero en sí lo definen los cómics, ¿pero qué cómics? Sí puedo decir, que por muchos años, compré de manera random números sueltos de Spidey, lo primero que aparecía en el Parque Rivadavia. Hice el mismo proceso de selección con los X-Men por un breve período, hasta que la editorial Conosur se puso al hombro el reciente universo Ultimate, la primera serie regular que tuve y que “completé” en su correlatividad aporteñada.
Hay otra cosa que me acompañó toda la vida, incluso en un período de casi 10 años en los que no leí cómics de superhéroes. Supe decir que fueron años donde directamente no leí cómics, pero el tiempo me terminó de convencer que esa sentencia era falsa. Eso que me acompañó fue el humor, más puntualmente el del mítico “Negro” Fontanarrosa, quien seguramente tendrá su apartado en este hermoso virtua-zine, teniendo la delicadeza de meterme con su espectacular y extrañísimo arte. Pero la cuestión es que el humor estuvo ahí conmigo, en los momentos en que los héroes habían “perdido la batalla” conmigo. Inodoro Pereyra tuvo un período durante el cierre del milenio pasado, en donde la última página de la revista Viva era su hogar, a todo color. Entendía mal qué era lo que me hacía reír: primero era lo mal escrito de las palabras, después supe que era una perversión del léxico gaucho. Pero me hacía reír, me hipnotizaba ese extraño trazo, tembloroso (suena feo decirlo así, con el trágico destino que tuvo el Negro sobre el final de su vida), que mutó de unas formas angulosas, violentas y desordenadas a una cuasi prolijidad redondeada. El humor fue otra de las cosas que me acompañó, decía, y que también me terminó de servir como una variedad, cuando descubrí que el cómic (el extranjero, más que nada) tenía algo más para darme, aparte de gente con disfraces coloridos y ajustados y habilidades sobrehumanas.
El terror, el humor, los superhéroes, diversas maneras de representar la figura humana con un lápiz. Sueltos, como hashtags, son algunas de las puntas que hoy me hacen saber qué es lo “indicado” a la hora de leer. Por supuesto, la única manera de educarse personalmente en el arte de la lectura es el instinto que marca el corazón y no la obligación de “tenés que leer esto”. Porque a veces, no es que tenga que buscar eso que leí de Spider-Man en mis tiempos primitivos (que por cierto, repito, no sirven como vara para medir la excelencia), pero sí cierto impacto o frescura que me generó el personaje, el dibujante, el género. Crecer también es saber matizar estos tópicos que te definen, que de entrada funcionan como un tabula rasa que cada uno moldea a gusto y piaccere. A veces pasa que cuando uno mete las manos en esta “profesión” (y destaco con comillas por el amateurismo que envuelve todas mis apariciones, donde sean), al momento de pensar un tópico o una reseña, hay una suerte de necesidad u obligación de hablar de algunos temas o leer sobre algunos temas que son sagrados para opinar. No digo que algunas de las obras elegidas no lo sean, pero siempre es mejor leer lo que el corazón pide.
En una de esas, te encontrás con la historieta que define tu camino real y sincero como lector.
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