Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio, un newsletter sobre historietas. Cada quince días, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas, buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este contacto, Gonzalo repasa dos obras puntuales de su mangaka favorito y Matías recomienda una obra de fantasía tremenda.
La magia de Suehiro Maruo
Por Gonzalo Ruiz
Parece joda (bueh, como si a alguien le importara realmente) que en estas 81 entregas haya hablado de varios mangas pero nunca de mi ídolo. Bueno, tampoco hablé de Hate, pero hoy quería hablar de Japón y del primer mangaka que me partió la cabeza. Mi prejuicio de niño me hizo alejar de Dragon Ball para abrazar héroes occidentales, entonces las expresiones comiqueras del Oriente quedaron lejos de mí hasta entrada la adultez, un momento ideal para descubrir a Suehiro Maruo, un tipo cuyo arte es completamente revulsivo, subversivo, shockeante, alguien cuyas intenciones al momento de contar historias son las de desnudar lo peor de la humanidad, su versión desmesurada del “almuerzo desnudo” burroughseano (ya hablé de algo así hace poco, ¿no? Tengo una pésima memoria…).
Más que un estilo o un género, el ero-guro nansensu (o ero-guro a secas, para los amigos) es un movimiento artístico de la década del 30, cuya traducción más literal sería ‘erótico-grotesco sin sentido’, y más gráfico que esto no podría ser. Iniciado como una rama experimental de la literatura donde su abanderado fue Edogawa Rampo con sus historias de misterio truculentas y algo “nasties”, con el correr del tiempo este virus infectaría otros campos como el manga, y uno de sus estandartes es, claro, el mismísimo Maruo-sensei. Por supuesto, no hace falta aclarar que los mangas de ero-guro (donde también suscribe Shintaro Kago) son exclusivamente para adultos por su explicitud en todo sentido: sexual, violento, etc.
Pero por extraño que parezca, este paladín del ero-guro publicó las siguientes obras en la Young Champion (otrora hogar de Battle Royale y Cutie Honey Seed), una revista seinen de la editorial Akita Shoten. Cómo es que un artista repulsivo que debutó en revistas pornográficas de las que también lo terminaron echando por irse al carajo con su propuestas puede llegar a este tipo de publicaciones es un misterio. Pero lo cierto es que tampoco son precisamente historias truculentas, aunque la primera de ellas contiene escenas no aptas para impresionables.
Dr. Inugami apareció entre 1991 y 1994 de manera muy esporádica y breve, siendo únicamente seis relatos, el último publicado en dos partes. A estas historias las unen las apariciones de Inukai, un exorcista cuya aparición toma más protagonismo a medida que pasan los capítulos. Al principio solo es un simple cameo, y luego se convierte en el personaje principal. El macguffin que mueve a Inukai y a todos los partícipes de la historia es el concepto del Inugami, un espíritu canino que se utiliza para llevar a cabo venganzas. Un dato curioso: en el recopilatorio Lunatic Lovers hay dos capítulos muy primigenios del personaje que Maruo presentó para una revista sadomaso. Cuando los tipos vieron que no había una teta o un garche en esas 20 páginas iniciales, le metieron una merecida patada en el culo. Así y todo, se bancó el desplante. Digo, la serie salió al final.
Por su lado, Gichi Gichi Kid data del año 1996 y la historia no podría ser más simple aún. A lo largo de once capítulos, un niño con el aspecto de un payaso pierrot, con poderes sobrenaturales sin mucho trasfondo, se dedica a combatir el bullying. Los malos no son demonios u otras fuerzas sobrenaturales, sino los niños crueles con los que Gichi comparte clase. Usando habilidades simples como bocas parlantes que revelan la verdad de quién las porte o poder hacer girar al enemigo en el aire, nuestro héroe no es más que un tímido silencioso enamorado de una compañerita.
¿Qué cuestiones hermanan a estas obras, más allá de dónde aparecieron y su autor? Lo más importante es saber diferenciar entre Maruos. La mención del ero-guro al principio, si bien estas obras no se engloban dentro de dicha definición, no es aleatoria. Al artista se lo va a vincular siempre al movimiento, pero estos seinen toman muchísima distancia, al punto que en Gichi Gichi Kid se ven varias situaciones divertidas. El dibujo acompaña estas historias más «livianas»: a la ausencia de mutilaciones, chorros de sangre y excreciones humanas se le suma un trazo más relajado, de línea simple, una narrativa y dinámica menos confusas y (sobre todo el segundo personaje) menos cargadas de información visual. Es raro ver a un mangaka ser tan tranquilo después de tanto barroquismo, más sabiendo que el Maruo modelo siglo XXI está full barroco aunque menos escatológico. But I digress…
Otra cuestión interesante sobre estos trabajos inusuales es la utilización de la magia al servicio de la justicia: Inukai y Gichi resuelven los conflictos con el uso de habilidades sobrenaturales, pero lo que resuelven no son fechorías, atracos o crímenes. En el caso de Dr. Inugami, el folclore japonés se mezcla con el misticismo del misterioso personaje que trata de detener a los inugamis antes de que ocasionen más tragedias, un sentido de justicia además ambivalente. ¿Quién es realmente merecedor de su ayuda: el maldito o el que maldice? Maruo crea personajes tridimensionales que se ubican más allá del bien y el mal. Y de nuevo, la mención de la justicia tampoco es aleatoria, porque en las historias full ero-guro no existe tal cosa. El ejemplo más claro es Midori, tal vez de las cosas más jodidas que leí en mi vida, una historia donde la palabra esperanza no existe para NADIE, donde el sufrimiento es el motor. Entonces, que Maruo piense en la justicia es extraño y satisfactorio a la vez. Sobre todo en el otro manga.
Gichi Gichi Kid, como dije un par de párrafos más arriba, es el enemigo declarado de la figura del bullying. Tanto los puntapiés de sus aventuras (exceptuando una donde se grafica de forma incómoda un secuestro familiar y la primera aventura inédita un tanto truculenta) como las resoluciones son simples. A él lo molestan y toma cartas en el asunto; aunque, de todos modos, la justicia no sea personal, ya que ayuda a cualquiera que sea víctima. Tal vez sea lo más opuesto al clisé, donde la mayoría de la acción bordea una comedia slapstick en la que el protagonista es un niño con poderes. Debe ser lo más parecido a un shonen dentro de la carrera de un mangaka que se dedicó a molestar al establishment.
Suehiro Maruo es un artista onírico, siempre asociado a darle un marco de belleza a la atrocidad, si es que eso es posible. Verlo en estas obras, con un registro completamente distinto, es igual de placentero que cuando dibuja fetos sangrientos, violaciones y otros actos de violencia extrema. Siempre es interesante ver a un artista que, anclado en una estética particular, juega con los opuestos más directos.
El Infierno son los demás: La pequeña forastera de Nagabe
Por Matías Mir
Creí que entendía para dónde iban los tiros. Me equivoqué.
El prolífico y en ocasiones polémico Nagabe arrancó en 2015 a dibujar Totsukuni no Shoujo: Siúil, a Rún (‘La pequeña forastera’), y recién en 2021 terminó esta obra que recopiló en once tomos en los que (al menos en las tapas) jamás mostró otra cosa que a sus dos personajes interactuando en distintos escenarios. Once tomos de una nena y un tipo medio bicho mirándose y existiendo en lugares. Durante años lo tuve en la periferia y pensé: “qué lindo se ve, pero debe ser un embole si solo es eso”. Nacido dentro del boom de la moda de mangas de “menor de edad junto a monstruo guardián” (contemporáneo a la gran The Ancient Magus Bride, con antecedentes como Kuroshitsuji y un montón de copias olvidables), La pequeña forastera tenía todo para ser solo eso, su fórmula explotada hasta el cansancio de los protagonistas cocinando, limpiando, haciendo alguna boludez distinta en cada capítulo con un poco de desarrollo interpersonal y menos cambios aún de statu quo hasta el final. Sin embargo, me cerró completamente el orto cuando, de las tapas para adentro, resultó ser una ficción dramática, bellísima y angustiante con algo para decir acerca de las relaciones humanas enmarcada en una fantasía original y compleja.
El escenario es liminal. Casas abandonadas, campos desiertos, bosques vacíos. No hay animales ni humanos hacia ningún lado en este campo estilo inglés a excepción de Shiva, una nena de unos seis o siete años, y el Sensei, un monstruo humanoide completamente negro, peludo y con dos cuernos enormes y cola, que usa ropa humana y se maneja como si fuera el padre de la piba. A ella no le extraña para nada el aspecto de su guardián, pero entiende que son distintos. Él no come, no tiene sentidos más que la vista y el oído, no necesita dormir ni tiene recuerdos de quién es más allá de que alguna vez fue un humano y de que ahora es el encargado de cuidar a esta nena. Ella espera a que una familiar venga a buscarla; él sabe que nadie va a venir.
Dada la falta de identidad de Sensei (ni siquiera el nombre es suyo, se lo puso Shiva), desde el capítulo uno vamos descifrando esta dinámica tan frágil: él está definido por la existencia de ella. Sin ese ancla humano al que cuidar y proteger en este desierto silvestre, no le queda nada. Pero es una relación desequilibrada, porque Shiva cree que lo que viven es solo un recreo, un lapsus en su vida hasta que vuelva con su familiar humana y deje a este amable extraño que la está cuidando. Ella necesita irse; él necesita que se quede.
Va cayendo la ficha. Esto tiene todo para ser turbio, y razones no faltan. El autor es infame por jugar siempre al límite con estas cosas, explorando las relaciones interpersonales de parejas bien disímiles. Maestros con alumnos, padres con hijos adoptivos, mamíferos con reptiles… El tabú de lo ajeno, la tentación de lo prohibido. En La pequeña forastera, ese es uno de los conflictos centrales: se mira y no se toca. Sensei es un humano maldito, y si quiere que Shiva no se contagie de su maldición, jamás va a poder tocarla. Un roce es todo lo que hace falta para que ella se convierta en un bicho oscuro como él, que vaya perdiendo sus recuerdos, sus sentidos, su identidad y su inocencia hasta solo ser un alienado como él. Si quiere conservar esa última luz que queda en su vida, jamás van a poder tener una relación de afecto más que distante.
A lo largo de los capítulos, a estos dos les pasan mil cosas. Posta, van de acá para allá, se separan, se vuelven a encontrar, se pelean, se amigan, se enfrentan a enemigos externos, conocen a nuevas personas, investigan la verdad acerca de sus condiciones y estiran los límites del sacrificio el uno por el otro. Hay acción, peleas, intrigas. Cada dos tomos, más o menos, todo se va a la mierda en algún giro imposible. Es una historia tremenda, adictiva, en algunas partes muy jodida… pero no puedo contar nada sin spoilearla. Ese marketing que le hacen de solo mostrar a los protagonistas boludeando es un engaño maestro, oculta un manga de fantasía intimista, de rosca religiosa y política, de amor familiar y hasta de introspección psicológica tremendo pero que hay que descubrir leyéndolo, no hay de otra.
Todo eso, por supuesto, presentado con unas tintas alucinantes, finísimas, a veces jugando a ser grabados, con negros muy plenos y blancos, de algún modo, muy suaves. Las viñetas parecen fotos viejas, capturas de momentos en los que cada detalle cuenta una historia. La casa abandonada en la que vive la pareja es un espacio vivo que uno transita con ellos. El campo por el que pasean es de verdad, con cada piedra en el camino, cada pastito que se mueve al viento. Y el bosque que los rodea, un desierto arbolado absurdo, sin pájaros ni sonidos más que el arrullo de las hojas, un espacio perturbador en el que cada sombra podría ser otro bicho oscuro que se asoma.
Una gran parte de esta historia ocurre durante el invierno, una temporada que solo acentúa la soledad absoluta del espacio en el que viven Shiva y Sensei. Pero también resalta sus desarrollos: es imposible que para la primavera sean los mismos que en el otoño. Como en Moomin (que Nagabe menciona entre sus inspiraciones, con obvias razones1), el invierno es un pasaje de crecimiento, de resistencia contra los elementos, que condiciona a los personajes al forjarlos contra la nieve. Curiosamente, mientras leía esta serie, cada día hacía más frío.
Pero lo que le pone la mayúscula a esto es cómo extiende este jueguito entre sus protagonistas a la humanidad entera. Bicho y humana, negro y blanco, luz y oscuridad. Lo que hace la maldición sobre las personas, la tinta sobre la página, se debate constantemente. En este mundo, hay humanos, pero están en otro lado, en el “adentro”, tras muros, viviendo aislados del exterior por miedo a agarrarse la maldición. “Afuera” viven los bichos, los que no tienen alma, los que merodean sin personalidad solo buscando contagiar a los otros en una especie de juego de otelo absoluto. Pero Shiva es una humana que vive con monstruos, una forastera abandonada afuera, y Sensei es un monstruo que busca protegerla y no captarla. ¿Cómo son vistos dos seres así, tan en contra del sistema? ¿Se puede vivir realmente afuera de un conflicto tan grande? Una y otra vez, sus identidades son cuestionadas y forzadas al límite, como si vivir en paz sin joder a nadie no fuera suficiente.
El más humano de los monstruos y la más alienada de los humanos transitan sus frágiles existencias durante 53 capítulos en los que la mitad de los palos en la rueda los ponen los demás y la otra mitad los ponen ellos mismos. Shiva es obligada a madurar demasiado pronto por las circunstancias mientras que Sensei va enloqueciendo en su propia cabeza, dudando de todo lo que hace, dándose cuenta de a poco de que quizás él la necesita a ella más que al revés, con todo lo que eso implica. Vivir en contra de la sociedad puede ser un infierno. Amar a otros, también.
Los capítulos finales de La pequeña forastera son un trayecto desolador. Una procesión en la que lo que está en juego es tan etéreo, tan inmaterial, que es imposible de dimensionar. Estamos hablando de un manga cuyo mayor conflicto a veces es un roce accidental y a veces es la pérdida absoluta de la identidad. Es tan específico y fantástico que te preguntás cómo mierda se le ocurrió a Nagabe un delirio así, una historieta que no se puede replicar.
“Siúil, a Rún”, el subtítulo de esta historia, refiere a una canción folclórica europea que narra cómo una mujer despide a su amante de camino a la guerra. En La pequeña forastera, la despedida es un tópico constante. Cuando lo único que nos ata a tierra es el otro, despedirse puede ser una muerte. Si, como las historias, solo existimos cuando nos leen, la ausencia de nuestro lector es la ausencia de nosotros mismos. Partir es morir un poco.
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Para los que creen que solo es una excusa para recordarles que Moomin es la mejor ficción de la historia, tienen razón. Lo es. Pero es cierto que el autor se inspiró en la obra de Tove Jansson. Esos valles infinitos, esa estética europea campestre y esa sensación de paz que evocan las páginas de Nagabe claramente dicen Moominvalley por todos lados.
No tengo leído nada de ninguno de estos dos mangakas, y me abrieron el panorama con esta entrada, anotadas ambas obras en mi txt para futuras lecturas.