Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio, un newsletter sobre historietas. Cada quince días, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas, buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este contacto, Gonzalo se queda solo para reivindicar a uno de sus ídolos canadienses.
La obsesión comiquera está bien, si no te rindes.
Por Gonzalo Ruiz
A las obsesiones hay que acompañarlas y saber manejarlas. El coleccionismo suele convertirse en una y, además, en un deporte de alto riesgo. La búsqueda implacable del objeto de deseo no solo es larga, sino que involucra a otras personas que se terminan convirtiendo en tu enemigo por el simple hecho de desear lo mismo que vos. Aquel o aquella que coleccione algo sabe que estas cosas no se toman a la ligera. A esa carrera se le suma también la enajenación por especializarse en algo, que es otro tipo de obsesión, quizás más alienante si en esa labor te enfrascás solo. Dos obsesiones medianamente distintas que se dan la mano gracias a Seth, uno de los historietistas alternativos más grandes que hay. Y sí, no descubro ni la pólvora mojada con esto, pero le quería dedicar este correo.
El maestro con nombre de Dios egipcio (en su etapa punk le contaron que representaba la muerte. No es cierto esto, pero qué importa, al final es un apodo más que ganchero y hasta su mamá le dice así) y que viste traje y corbata nacido en Ontario, Canadá, arrancó en esto de los cómics reemplazando nada más y nada menos que a los Bros Hernández en Mister X, el proyecto de Dean Motter. De ahí, y tras conocer a Chester Brown, comenzó una pequeña militancia fanzinera hasta 1991, donde pega onda con la editorial clave de su país, Drawn & Quarterly, con la intención de, por supuesto, tener su propia antología donde se pudiera expresar mejor artísticamente, porque Seth no estaba contento con ser la persona que realizaba las ideas de otros: quería mostrar las suyas, que eran completamente distintas a la idea retrofuturista de Motter. Así es que aparece, de la mano de Chris Oliveros, Palookaville (a veces escrita como “Palooka-Ville”), gloriosa antología donde en seis números (del 4 al 9, para ser más específicos) figuró serializada, por supuesto, It's a Good Life, If You Don't Weaken.
Una historieta que, si somos despistados, podríamos calificar como “autobiográfica”. Sí, hay un personaje principal llamado Seth que viste de traje, corbata, sombrero y maletín; tiene un amigo llamado Chet (Chester Brown), es un historietista fanático de los dibujantes del New Yorker y vive rodeado de gatos. Pero como dijo Gregory mismo, más allá de estos puntos en común (y que el punto disparador de la historia es real), no es algo que le haya pasado a él, sino que es una exageración absoluta de la idea de la historieta autobiográfica. El Seth de esta historia está obsesionado con Kalo, un caricaturista del que existe poco material y se sabe menos. Así emprende una búsqueda documental mientras a su vez plantea mediante soliloquios (la especialidad a nivel guion del Seth-autor real) su desencanto con la “vida moderna” (este relato transcurre a finales de los 80) y su aprecio por la forma de vivir de principios del siglo XX… otro aspecto que el dibujante de carne y hueso aplica en su vida hasta el paroxismo.
Más allá del detalle de si es una historia real o no, el obsesionario del artista está más que claro: él se sincera consigo mismo de una forma que solo podría ser válida en (y perdón la ironía) una autobiografía. Si Adrian Tomine mostraba una neurosis insoportable, acá es tan soft que pasa por tierna: el Seth-personaje es un nabo al que le tomás cariño más allá de su forma de ser testaruda, totalmente absorbida por su estilo de vida, por sus investigaciones, dibujos y gatos. No hay algo más allá de eso aunque la vida siga girando. Pero en cierta forma, esto es un rasgo que identifica al Seth-personaje, una obsesión sana que lo ayuda a avanzar e incluso a relacionarse con sus amigos que lo bancan más allá de lo loco que pueda estar, si en definitiva es una locura inofensiva.
Al artista se lo suele relacionar mucho con ese tipo de historieta slice of life, un género que le calza bien debido a este cómic y a Clyde Fans (también serializada en Palookaville). Pero acá el maestro se revela como alguien que sabe (y disfruta) contar historias cuasipoliciales, porque la investigación sobre Kalo deja de transcurrir en la biblioteca, que parece ser el hábitat seguro del personaje. Hay un momento donde esa forma de ser introvertida y snob, que choca contra un hermano más mundano y una mamá que se dedica a ser mamá, tiene que salir a la calle, porque las pistas del dibujante misterioso del New Yorker están tan a flor de piel que es imposible dejarlas pasar. Seth-autor es tan grosso que juega con esta idea del misterio pero de una forma muy interna. Es un “policial” hiperrelax, reflexivo, del diálogo interno, como si Philip Marlowe hablara en un tono más comprensivo o humano, mientras la femme fatale es en realidad un dibujante olvidado. Todo esto además garpa porque vemos al dibujante meter unos claroscuros y unos tonos de azul oscuros propios del cine noir de los 50 (siempre reivindicando lo vintage, el genio) que genera unas texturas interesantes dentro de un dibujo plano pero precioso.
Pero si en esa primera historieta había una sensibilidad, en esto que se viene no. De acá nos vamos al 2005, donde sale ya directamente en libro (y también para D&Q) Wimbledon Green que, además del título del libro, el nombre de nuestro héroe: un viejito obeso, un tanto irascible pero muy adorable que clama ser el mayor coleccionista de cómics de todos los tiempos. Su figura es tan amada como odiada, además de encerrar muchos misterios y leyendas que solo aumentan su figura. Obviamente, ser un coleccionista de tan alto rango acarrea una colección variopinta de enemigos.
¿Pero cuál sería el problema con Wimbledon y cómo un coleccionista puede tener enemigos? Lo que observamos de ese pasado misterioso es que su llegada al mundo del coleccionismo no lo hizo desde la pura humildad. A él lo acusan de robo, de chantaje, de ser un perfecto simulador con dos identidades diferentes. Los relatos están cargados de realismo y cotidianeidad (dentro del mundo comiquero), aunque irónicamente muchos de los emisores del mensaje son tan extravagantes e hiperbólicos que termina dejando bien parado a nuestro héroe, probablemente el único sensato y hasta tangible. Lo más interesante del libro es cómo Seth narra la vida de Wimbledon de maneras muy diversas. No narra en forma lineal, sino que leemos relatos cortos que van y vienen en el tiempo y no todos son sobre él, sino que cuentan sucesos que involucran a todos los partícipes de este universo. También hay inserts donde Seth nos muestra algunos ítems de la valiosa colección del protagonista y otros apartados dedicados a una de sus historias favoritas.
Entre lo más destacado está una saga en dos partes en la que Wimbledon y otros dos coleccionistas van tras la aparición del número #1 de una revista fuera de circulación y desaparecida. De repente, el libro, cuya narración parecía más un documental, acá se convierte en una delirante persecución con elementos dignos de una heist movie (de nuevo el género policial tocado de una forma paródica, si se quiere), incluyendo transportes estrambóticos y un villano que añora el pasado de una manera obsesiva.
Lo más divertido de Seth es su estilo cartoon simplista, propio de alguien que tuvo fuerte influencia de los artistas que se paseaban por The New Yorker. Al final, la investigación del Seth-personaje da sus frutos. Esa delicadeza preciosa de tonos azulados casi grises en It’s a good life… y la paleta de tres colores que homenajean a las tres eras comiqueras en Wimbledon Green hablan de alguien que se manda bien a fondo con esto. Además, deja un resabio de anacronismo que le calza justo a su forma tan personal de ver la vida, atravesada por supuesto por la historieta, como nos pasa a nosotros. Pero sin llegar tan lejos, espero…
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