Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio, un newsletter sobre historietas. Cada semana, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas, buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este nuevo contacto, Matías y Gonza se concentran en una de sus pasiones: los saldos.
Cinco razones para seguir saldeando
Por Matias Mir
Si la imagen de arriba (una escena del segundo episodio de “Thus Spoke Kishibe Rohan”, serie y personaje que analizamos en la entrega anterior) te causó alguna clase de exaltación o te hizo pensar “qué ganas de estar ahí”, entonces seguí leyendo.
Para hablar del placer de saldear en general y de saldear historietas en particular, antes tenemos hablar de un tema más amplio que lo abarca todo y es la bibliofilia, que no es las ganas de garcharse libros sino el nombre más técnico que tiene el fetichismo por los códices, el papel y la tinta puestos en función de transmitir información. No es específica para los fanáticos de las historietas, pero sí tiene sus particularidades en nuestro rubro, sobre todo por el tema de las encuadernaciones, la calidad de la impresión gráfica, las múltiples ediciones de un mismo material y todas esas cosas por las que nos matamos en Internet.
La bibliofilia toma particular importancia en la última década, cuando con el inevitable avance de la digitalidad, las crisis ecológicas y el reemplazo mucho más cómodo del material de forma virtual nos aferramos más y más a nuestros libros y a nuestro fetichismo. No sé si hay más bibliófilos ahora que hace diez o veinte años, pero seguro que somos más intensos, más proactivos para con nuestro vicio. Antes dábamos los libros por sentado, ahora las cosas están cambiando.
(Y esto no es para nada una crítica de viejo choto a la virtualidad, la cual muchos aceptamos de brazos abiertos, pero nos vemos incapaces de soltar nuestros papeles. El mercado editorial sabe esto, y por eso a pesar de la baja general en las ventas siguen apostando, al menos de manera mixta, al papel. Sin embargo, podemos ver casos como el de Japón, en donde la historieta digital hizo que el año con menos ventas en papel se volviera el año con más ventas generales en más de 40 años).
Para el bibliófilo, ningún lugar es mejor que una librería, y acá entramos en las librerías de saldo, salderas, librerías de viejo, como quieras decirle. Esas cuevas llenas de polvo (que para los que tenemos alergias crónicas en la piel son el infierno) y papeles, peligros de incendio constante desperdigados a lo largo del mundo (y en nuestro país, cuya meca es la Avenida Corrientes y alrededores). Sin ningún propósito real más que escribir sobre este tema que me apasiona, va una lista que no tiene muchas intenciones de convencer a nadie, sino quizás de manijear a los locos como uno.
Escapar del mundo
Entrar a una librería de saldos es entrar en una burbuja. Exceptuando por la rotación del material (y a veces, ni siquiera eso) el lugar permanece bastante invariable cada vez que uno entra. En las salderas es ajeno el concepto de “novedad”, todo es bastante vintage pero poco instagrameable, es ridículo pretender que los libros o revistas estén en perfecto estado o reclamar stock de nada. Frente a la aceleración capitalista de consumir constantemente la novedad, de tener la biblioteca más estética, de tener todos los lomos impolutos para exhibición, las librerías de saldo funcionan como un espacio alternativo donde seguir adquiriendo merca sin dejarse atrapar o frustrar por la lógica de los libros únicamente como productos de consumo.
Hay un aprecio a la estética del paso del tiempo sobre los papeles, de encontrar el material en una edición poco popular que quizás pasó por varias manos con los años. En estas cuevas se cae la fachada de las bibliotecas perfectas y solo queda el amor por eso inmaterial que está entre las tapas.
Ahorrarse unos mangos
Esta quizás es la más atractiva de todas. En las librerías de viejo (al menos en las buenas), el material suele ser más barato que en librerías tradicionales. Sin catálogo ni distribuidores a los que rendir cuentas, los precios dependen 100% del librero, de a cuánto pagó el material o qué tan desesperado está de sacárselo de encima. Así, terminan siendo grandes espacios para conseguir merluza para los comiqueros sin un peso.
Particularmente pienso que las librerías de saldo son EL lugar para los comiqueros jóvenes que quieran tener historietas en papel en la mano. Por pocas chirolas (y a veces, poco criterio) pueden llevarse varias revistas y empezar a explorar el mar infinito que es la historieta. Tanto Gonza como yo podemos contar cómo en nuestra adolescencia las salderas y las ferias de usados nos metieron en esta aventura (y nos llenaron de revistas medio chotas y con poca continuidad).
En este aspecto también se incluyen los espacios de compra/venta de usados en Internet, otros grandes lugares para encontrar falopa a precios imposibles.
Ampliar el espectro
“Los lectores (...) nunca saben lo que están buscando, lo saben cuando lo encuentran”, narra Pablo de Santis en su novela Los anticuarios, y eso es particularmente cierto para esta clase de librerías. Quizás una de las mejores cosas que ofrece el desorden controlado de las salderas es que obliga a sus clientes a buscar entre miles de libros y revistas para ver si aparece algo, y en el medio pasan por mil tapas que, si no están embolsadas, llaman al ojeo y el hojeo. Es muy distinto ver un lomo o una tapa en una vidriera o en Internet que tener el ejemplar en la mano, ver su edición, ver si es liviano o pesado, poder abrirlo en alguna página al azar o engancharse explorándolo sin muchas expectativas, pero con la mente abierta a que te convenza.
En la cueva, es imposible no verse expuesto a material que por decisión consciente quizás nunca le habrías dado bola, y así es imposible saber con qué va a volver uno a casa después de pasar por alguna. Además, volviendo a los nuevos lectores, esta exposición sirve mucho para abrir cabezas y ver que hay más historieta que la que uno cree, de muchos más géneros, estilos y autores que los que nuestra propia ignorancia nos hace creer.
Encontrar cosas imposibles
Muy encadenado con el punto anterior, exponerte a un montón de material con orígenes variados por fuera de los circuitos de distribución más lícitos lleva a que uno se encuentre con cosas muy difíciles de ver en las tiendas formales. Revistas de otros países, ediciones piratas, libros inconseguibles o agotadísimos salidos de bibliotecas personales, gemas cuyo librero no conoce su valor… La gira saldera siempre tiene sus sorpresas, sobre todo si uno frecuenta librerías con cierta circulación de material. Además, el juego es intenso: lo que aparece en una visita muy probablemente no esté en la siguiente. Conozco amigos que cuando quieren “reservarse” un buen saldo, lo esconden entre las revistas de costura para que nadie más metido en el tema lo encuentre.
Esto también se extiende a la compra/venta de usados, donde a veces aparece alguien vendiendo algún incunable a precios irrisorios. Tengo un amigo que compró una colección entera por chirolas porque era de un pobre pollerudo al que su novia le dijo “los cómics o yo”. Yo mismo una vez conseguí todo el Daredevil de Miller a unos $15 dólares en plata de hoy de una chica que no sabía lo que vendía. Vi que la publicación decía “hace 1 minuto”, le comenté, le mandé un mensaje diciendo “te lo voy a buscar AHORA”, me tomé un colectivo y fui a los pedos antes de que alguien más se diera cuenta del ofertón o la alertara. Esas aventuras también son parte de la magia del mundo de los coleccionistas.
Sorprenderse
A veces solo ocurren cosas en las que los saldos te resuelven la vida. Conozco a más de uno que le gusta decorar bibliotecas, cajas o muebles con páginas de historieta así que compra saldos para despachurrarlos y usarlos como decoración. También gente que busca regalos para iniciar a otros en el mundo de la historieta y encuentran en las cuevas una alternativa barata.
En el mundo de los que estudiamos Edición, muchos visitamos regularmente las librerías de saldo para encontrarnos con ediciones raras, ver qué decisiones tomaron, qué papeles usaron, qué nombres aparecen en los créditos legales. Hace poco, por pura curiosidad bibliófila me llevé una revista italiana de historietas, más que por el material o lo bizarro del hallazgo, por lo bien que estaba impresa. Necesitaba tener esa muestra de papel y tinta a mano en mi casa para tenerla de referencia, y jamás me la habría cruzado (¡y comprado por $300!) en ningún otro contexto que no fuera una buena saldera.
Otra gran aventura fue la de incursionar en el mundo de las ediciones custom (de lo que ya hablaremos en el futuro, seguramente), y para armar mi propia edición del Fantagás de Carlos Nine tuve que salir a cazar todas las Fierro en las que aparecieran los capítulos. Con la guía de las revistas a mano, fui y volví por Corrientes y aledañas un par de días hasta hacerme con todas, algo que no sé cómo habría hecho si no tuviera estas cuevas repletas de revistas de historieta argentina regaladísimas en mi misma ciudad.
Si bien me referí principalmente a la meca saldera de CABA, la verdad es que cada vez que viajo a alguna otra ciudad intentó pasarme por al menos alguna de estas librerías para ver qué material tienen, para desgracia de mis acompañantes. Así encontré buena merca en Rosario, en la costa, en Córdoba… Y también me choqué con muchos repositorios de polvo sin mucho valor para comiqueros.
En cualquier caso, salir a saldear sigue siendo una de mis actividades favoritas para hacer en la ciudad, o en cualquier ciudad que visite. Siempre trato de hacerme un tiempo en cada viaje para explorar sus librerías, y asumo que no soy el único incurable.
Si les interesa leer a gente con mejor manejo de las palabras hablar sobre el tema, les recomiendo mucho la nota “Librerías de viejo: crónicas de una disciplina que nunca muere” de Mariano Buscaglia, o uno de mis libros favoritos, Memorias de un librero de Héctor Yánover, un famoso librero de Buenos Aires macanudísimo que ojalá hubiera sido mi abuelo.
Librerías de saldo, el modo “random” del comiquero.
Por Gonzalo Ruiz
Todo lo que soy hoy como comiquero, al margen de los ajustes del gusto que te da la edad (y la apertura mental que uno no siempre tiene cuando es adolescente), se lo debo al concepto del “saldo”. Es por eso que, cuando Matías propuso que entre los dos le dedicáramos una carta de amor estos antros de perdición, no pude decir que no, porque sería negar mis raíces.
Nadie en mi familia tenía algún tipo de conocimiento de historietas, pero aun así hicieron su (hermoso) esfuerzo para entender cuál fue mi vicio entre los 9 y 13 años, cuando empecé a leer cómics en serio antes de largar todo y querer dedicarme a juntar discos. Algo entendía mi papá, que un día me subió al auto y me soltó en el mítico Parque Rivadavia, ya lejos de los años de gloria de décadas pasadas, pero que aún me era útil (y cada tanto -cada vez menos- sigue siéndolo) para comprar comics de manera random, como ya he contado en alguna entrega anterior. De hecho mi colección primitiva, aquella que dejé atrás por un CDde Dark Side of the Moon, la armé en base a recorrer una y otra vez, semana a semana, la feria del parque. Había en esa recorrida un ejercicio, el de recordar nombres, personajes, títulos que obviamente no conocía y que era la única manera que tenía.
Pienso que a veces estos lugares, incluso hoy con la posibilidad de tener información en la palma de la mano, funcionan como Bibliotecas de Alejandría aleatorias, donde la sorpresa puede o no estar el día que vayas. Así fue como el azar me acercó a los mejores momentos de los X-Men, tal vez uno de mis cómics norteamericanos de mayor preferencia. Sin quererlo, y un poco por el azar, como si fuera el modo aleatorio o shuffle que tienen los equipos de música, revolver por minutos nos puede acercar a cosas que uno jamás creería que iba a conseguir. Gracias al Parque Rivadavia, le pude hacer saber a un amigo de la existencia de Skreemer, ya que en un puesto estaban las seis revistas que había editado Zinco en los 90 y que estaban desperdigadas por todas las bateas, también ubicadas de manera random. También pude completar Clandestine de Alan Davis, aunque justamente los números que me faltaban no eran los del artista inglés, pero a veces el completismo puede más. Por supuesto, y como, repito, dije en una entrega anterior, los modos de conseguir material (y qué material…) cambian, pero no puedo negar que mi educación como comiquero nació así, por cuestión del azar, algo que también define hoy cómo quiero leer las cosas, por más que las pueda conseguir en una comiquería o por Internet, en una edición acorde a mi preferencia y caudal de dinero. Nunca me pude librar del azar, y cada tanto, incluso con mejores recursos que antes, suelo comprar algo por alguna mesa de saldo, sin importar el estado.
Hay una cosa que también me genera mucha intriga, y es el pensar las librerías de saldo como cementerios de elefantes, un destino final donde los libros parece que van a morir hasta que son rescatados y se les otorga una nueva vida útil. ¿Algunas de mis cosas, las que no deje como herencia, terminarán allá cuando yo no esté? Trato de no pensar mucho en eso, pero si me pasa cuando compro, que me siento dentro de una misión de PETA o Greenpeace, rescatando de las fauces de la muerte a pobres revistas de antología o viejas colecciones de diarios que me pueden ser más útiles a mí que al acervo mixturizado y olvidado de una librería.
Un poco el azar también sirve para “culturizarse” un poco. ¿Cuántas veces nos pasó que nos recomiendan cosas que capaz no son para uno, y en una de esas las vemos a un precio ridículamente accesible? Capaz ahí tenés la señal, la oportunidad de que la billetera le gane al prejuicio y te termines comprando eso que creías que jamás ibas a leer. También, bueno, está la posibilidad en la mayoría de los casos de hojear el contenido para ver si te terminás de convencer.
Por otro lado, yo particularmente le encuentro encanto al libro gastado. Una profesora de literatura me dijo que un libro roto es señal de un libro que leído y releído muchas veces, y la verdad tiene todo el sentido del mundo. Un libro o una revista que pasó por muchas manos y fue visto por miles de ojos cuenta muchísimas historias, más de las que están impresas en texto y representadas por imágenes pictóricas. Y sería una pena que ese libro que puede decir más de lo que dice termine en el cementerio. Lo mejor que podés hacerle es rescatarlo, darle terapia intensiva y renovarlo, para que se le sigan acumulando las historias y eventualmente pase hacia otras manos, como quien se pasa una antorcha.
Parte del amor al formato es el amor al objeto, y no hay nada más lindo que un objeto lleno de vida, levantado de un saldo. Puede más que cualquier impoluto omnibus completo y sin errores (o peor, con errores por los que pagaste muchísimo dinero y en moneda extranjera) que llega a través del correo. Y lo mejor de todo: están ahí, al alcance de todos ustedes. Solo tenés que darle una oportunidad.
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Me encantó esta entrega. Ya me dieron ganas de cancelar los planes que tenía para hoy, salir de la oficina e irme a caminar por Corrientes recorriendo librerías.
Sigo con la lectura lenta, pero constante, de todas las entregas que se me fueron acumulando, mientras espero que mi versión en libro llegue a la Fábrica para ir a retirarla.
Si quieren recomendar alguna(s) librería saldera de CABA que sea destacable por algún motivo, lo agradeceré. Pero entiendo si no quieren debelar sus secretos para que no les roben los items más raros y valiosos (?)
Saludos!