Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio, un newsletter sobre historietas. Cada quince días, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas, buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En esta entrega, Mati repasa la inusitada carrera de un artista yanki y Gonzalo celebra dos historias ambientadas en su barrio.
El Batman de Scott Hampton: Cómic de autor hay en todas partes
Por Matías Mir
Momento off-topic: Qué película mala que es Joker 2, eh. Es mala por muchas razones, pero funciona al menos como una excelente lección de que un personaje exitoso no es garantía de nada. El “Joker” como concepto, incluso su versión de la excelente primera película, no es suficiente para que la segunda sea buena por sí sola, porque lo único que verdaderamente le da calidad al arte es la impronta de los artistas, la ejecución real del hecho artístico. Acá, claramente falló, incluso con las mismas personas detrás.
Algo parecido le pasa en los cómics a su amigo Batman. El Murciélago, claro, es de los dos o tres personajes de cómics más populares de todos los tiempos, y hay gente que es honestamente fanática de Batman. Pero “Batman” es un símbolo prácticamente vacío. Décadas y décadas de interpretaciones de cientos (¡miles!) de guionistas y dibujantes hacen del personaje (de cualquier personaje de ese calibre) algo difícil de encasillar. Es medio lo que vos quieras que sea, para bien o para mal. Hay quienes dicen que te “graduás” como lector de cómics cuando dejás de seguir a personajes y empezás a seguir a artistas, una bajada de línea que siempre me pareció simpática y de la que me agarro como excusa para hablar de un artista que últimamente me tiene obsesionado.
Scott Hampton ni siquiera es el único artista reconocido en su familia. Su hermano mayor Bo trabajó en dibujos animados, cartas coleccionables y, obvio, cómics. Fue Bo el que le inculcó a Scott el amor por las historietas, y también el que lo llevó durante un verano al estudio donde laburaba como asistente. Bo tenía 23 años, y Scott, 18. ¿Y de quién era el estudio al que iban allá a mediados de los setenta? Del mismísimo Will Eisner.
Aunque Will no parecía tener mucho trabajo que valiera la pena delegarles a dos flacos admiradores de su estilo, algo les encontraba para mantenerlos ocupados. Fotocopias, rellenos de tinta, boludeces así mientras el maestro dibujaba A Contract with God. En una de esas, Scott estaba aplicando marcas de impresión de negros en planchas de acetato sobre el arte de Eisner y no va que es equivoca y le pinta arriba al original. Un papelón. Y cuando se lo muestra a Will, el tipo le dice “Ustedes dos hacen lo que sea por un original, ¿eh?”, y recorta la viñeta arruinada, se la regala y redibuja la secuencia.1
Toda esa anécdota colorida no es más que para ilustrar el efecto de Eisner en Scott Hampton, quien creció como artista influenciado por ese estilo expresivo, detallado, más real que la realidad, pero sobre todo por la forma casi instintiva en la que el creador de The Spirit iba más allá de lo que se esperaba de un cómic de la época y establecía nuevos estándares para la industria. Cuando DC lo llama para su New Talents Showcase de 1984 (para dibujar una serialización con guiones de Todd Klein; sí, el famoso rotulador), Scott saca todas las armas y presenta páginas cargadísimas, llenas de detalles, de ángulos incómodos, de planos amplios de paisajes de ciencia ficción loquísimos y de dramatismo humano. La influencia de Eisner es palpable, y durante los siguientes años en los que fue consiguiendo laburos, se los mandaba a su maestro para que le señalara dónde se había equivocado y dónde podía mejorar.
Con los años, Scott se fue separando estilísticamente de su hermano mayor2 y concentró sus esfuerzos en la pintura. Para la llegada de los 90, se había vuelto parte del selecto grupo de dibujantes de cómics a los que llamabas cuando querías hacer que tu título resaltara entre los demás por tener páginas pinceladas. En ese grupo estaban artistas como Jon Muth, George Pratt, John Bolton, Charles Vess y Paul Johnson, y Scott acompañó a esos últimos tres en el seleccionado de ilustradores para el clásico de culto Books of Magic de Neil Gaiman. Después de hacerse un nombre ahí, el resto fue más fácil.
Scott fue más prolífico durante esa década, sobre todo, casi siempre acompañando a otros guionistas, aportando donde podía como co-plotter o resolviendo adaptaciones al cómic de novelas, cuentos u otras obras. Un tipo rápido, todoterreno, que siempre hacía quedar bien a cualquier guion (hasta hizo una tapa extrañísima para Los Supersónicos en esa época). En 1992, le llega la oportunidad de jugar en primera: Archie Goodwin lo convoca para que lo ayude a hacer una novelita gráfica de Batman titulada Night Cries. Esta es bien dura, como alfajor de durloc. Un misterio bien oscuro lleno de muertes violentas donde el concepto central es el abuso de menores (incluyendo mostrar al comisionado Gordon conteniéndose para no fajar a su hijo). Un quilombo. Pero el aporte de Scott acá es clave, porque iguala lo sórdido de la historia con una Gotham en la que siempre es de noche, donde las sombras son todas posibles asesinos acechando y Batman solo es una sombra más grande, menos humana. Verdaderamente se prueba acá su tesis de imponer miedo sobre los cobardes. Grises sobre negros, mucho suspenso y mucho horror que se dice más de lo que se muestra.
Otro concepto interesante que va a sacar Scott de ahí es la de enfocarse en lo onírico. El Batman de Nite Cries tiene pesadillas con ese murciélago que entró rompiendo la ventana y lo marcó para siempre. El artista hace énfasis en el trauma y el psiquis de Bruce Wayne, justifica estéticamente el concepto de Batman mostrando a un tipo enorme y traumado y te hace creerte que se pone un traje negro para salir a cagarse a piñas a la noche… porque la alternativa es irse a dormir, y claramente no quiere entrar en esa.
En el 95, le llega otra chance con Batman, esta vez con su propio arco en la antología Legends of the Dark Knight. Acá tiene total control de la historia, y decide que “The Sleeping” sea menos sobre Batman y más sobre Bruce Wayne, así que lo primero que hace es que tenga un accidente de coche y quede en coma. Con ese disparador, mete el giro gaimanero de que todos los que estén en coma tienen sus almas atrapadas en un reino onírico; los que logran escapar, despiertan, y los que no, flatline. Scott aprovecha el espacio y se desafía a hacer un cómic a lo Sandman, de vuelo muy alto, con un Bruce metido de lleno en ese mundo introspectivo del que buscaba escapar en Nite Cries. Acá hay lagunas llenas de cadáveres, demonios y seres por fuera de la comprensión humana, pero lo más fuerte de todo es cuando hace que Bruce se enfrente a la vida que habría tenido si nunca tomaba el manto de Batman, una experiencia completamente vívida en la que se enamora de una mujer y tiene hijos a los que sabe que habría amado pero condena a la inexistencia por su obsesión. Una cachetada emocional muy precisa que en ese momento solo podía dar alguien con la carrera y las influencias de Scott Hampton.
Entre muchos otros laburos, en 1998 Scott tiene dos grandes hitos. El primero es que lo convocan para una novela gráfica Elseworld de Batman extrañísima: Dark Knight Dynasty, una historia de Mike W. Barr sobre tres generaciones de hombres de la familia Wayne, todos distintos “Batman”, cada una dibujada por un artista distinto. Scott deja la vara altísima siendo el primero, el que hace al Batman soldado de las Cruzadas de 1222. Barr le da a cada dibujante lo que necesita, y en el caso de Hampton, eso es catedrales, paisajes hermosos, secuencias sublimes para que pinte de lo lindo y un Caballero Oscuro solemne, como siempre. Su segmento es una delicia en sí mismo, y hace que la transición inmediata a un joven y crudo Gary Frank sea una patada en los dientes.
Lo otro que sale publicado en el 98 es el sexto número de The Spirit: The New Adventures, ese título de Kitchen Sink donde grandes autores del cómic se juntan a hacer sus propias historias del icónico personaje. Acá Scott participa con una historia corta de la mano de Mark Kneece y cierra un ciclo personal dibujando oficialmente al personaje de su maestro, ese al que alguna vez le arruinó los originales y que le siguió mandando comentarios sobre su obra durante años.
Scott siguió apareciendo esporádicamente en libros de DC, y reincidió en el nuevo siglo con Batman en Gotham County Line, una de terror con el guionista Steve Niles que pone al Caballero Oscuro contra zombis bien jodidos en los suburbios de Gotham, pero desde entonces bajó bastante su producción de cómics para dedicarse a proyectos artísticos variados. Su carrera, prolífica por donde se la vea, no es una llena de novelas gráficas independientes de autor ni tiene el perfil del artista integral flamante. De hecho, casi todas sus obras son encargos, proyectos con otros guionistas o adaptaciones. Y, aun así, Scott Hampton muestra un estilo distintivo, camaleónico, y ciertos tópicos y géneros a los que siempre vuelve: el terror, lo onírico, el drama personal, la introspección, todo pintado como los dioses y con una narrativa impactante. El cómic de autor, al final, es como la flor que crece en el pavimento: puede aparecer en cualquier parte. Solo es cuestión de prestar atención.
La fantasía luganense de Dani Ruggeri
Por Gonzalo Ruiz
La semana pasada reseñé, para Comiqueando, “Yeah!” de Peter Bagge y Gilbert Hernandez. Y la historieta (muy bonita por cierto, lean acá así saben más o menos de qué va) me dejó una suerte de reflexión sobre la historieta infanto-juvenil, algo que consumo más bien poco. ¿Qué será atractivo para un nene hoy? Seguramente no lo mismo que me gustaba a mí, que, de hecho, tuve poquísimo contacto con ese tipo de lecturas, salvo Harry Potter. Las pocas historietas que leí antes de mis diez años eran de Batman, tal vez algo más “adultas” que, no sé, Astérix. Entonces, creo yo, este tipo de no-acercamiento a lecturas hace que hoy me cueste ver qué hay para darle a personitas con la edad de mi sobrina.
Hasta que, como siempre, aparece algo que quiebra el prejuicio/ignorancia/pónganle el término que se les ocurra. Acá el detonante fue un barrio. Mi barrio.
Aunque no exactamente mi barrio, porque Daniela Ruggeri vivió en el Barrio Samoré, mientras que yo soy de Villa Lugano itself, pero el paisaje de las torres y sus tanques de agua numerados estuvo siempre frente a mí por años. Incluso estando ahora en Flores me es imposible no pasar por ahí cuando toca volver a casa. Sentir familiaridad con algo que, valga la redundancia, tiene que ver con uno mismo hace que se te infle el pecho cuando ves eso reflejado en una historieta. Eso sentí a finales de 2021 cuando la editorial Barro publicó El diablo en la Torre Nueve. En la tapa figuraba, inconfundiblemente, el Barrio Samoré. Con eso di el primer paso con una historieta que venía con cierta recomendación previa y pensado para, justamente, chicos y chicas con ganas de tener primeras lecturas fantasiosas.
¿Alguna vez soñaron ustedes con tener aventuras fantásticas en la puerta de su casa? No me refiero a terminar en Asgard, por ejemplo. Sino cruzar la puerta y ver su barrio distorsionado y embebido de lo imposible. Eso propone Ruggeri en esta primera aventura protagonizada por cinco chicos de un complejo habitacional poblado por una clase social ascendente. Y esto no es un dato menor, porque la autora refleja la realidad, una que conoce cualquiera que haya pasado por Samoré (o por otros complejos que están en Lugano). No se disfraza la humildad de los vecinos ni, por ende, de los personajes de este relato (donde solo uno posee una tez blanca, y tampoco me parece un dato menor en absoluto) que aprovecha mucho de ese folklore barrial para meter al Diablo como villano (sí, el título es bien literal, hay un diablo que vive en la torre 9).
Esto para mí es un sueño hecho realidad, que mi barrio sea parte de una trama fantasiosa es algo que, justamente, soñé no pocas veces en mi vida. Al final de esta primera aventura, algo pasa que se “desnudan” las criaturas fantásticas que, por lo visto, siempre estuvieron en Lugano y en Samoré.3 Para los chicos, este problema dura unos segundos, porque la nueva situación implica nuevas aventuras, más divertidas que ratearse del colegio para cambiar figuritas.
Esa puerta abierta tuvo su segundo capítulo este año, con Maten al Mensajero recogiendo el guante que dejó Barro, esta vez con una historieta larga de cien páginas llamada El otro lago. Ya blanqueado que Samoré es un lugar donde convergen realidad y fantasía de forma natural, es momento de expandir el mapa, como si fuera la Tierra Media tolkieniana. Ahora la aventura transcurre en el Lago Lugano (que irónicamente queda en Villa Soldati, en las inmediaciones del Parque Roca). Hay, como el título lo indica, “otro lago”, uno donde la fauna fantástica ahora es acuática. Pero para Ruggeri estas son excusas para contar una hermosa historia de amistad y fraternidad barrial, donde importan los códigos entre los amigos y rivales. Una polilla gigante concede deseos que vienen con una traicionera vuelta de tuerca, ideal para cagar al codicioso, en este caso es el aventurero Juan, que solo quería respirar bajo el agua. Esto obliga a los chicos a ponerse a investigar más a fondo esta nueva realidad, cuáles son estos nuevos códigos y en quién deben confiar.
Quiero desarrollar y reforzar algo que dije antes, y es lo natural que se sienten los diálogos y la forma de moverse de los nenes, incluso dentro de un mundo totalmente imaginario. Dani debe poner mucho de su experiencia como nena que creció en un barrio donde todos se conocen con todos, y ese sentimiento de valentía y lealtad juvenil es real, por lo menos en esos primeros años de formación humana. Durante la niñez, estos lazos de hermandad son reales y sirven para felicitarse en las buenas y sentirse unidos en las malas, lo que hace que ese sentimiento “Goonies” o “Stand by me” sea auténtico, más que en esas películas. Estás leyendo una fantasía donde lo que más importa es esa vida callejera y libertina, donde además conviven mitos y leyendas como las Furias que tanto vimos en Sandman. Hay un caldo de cultivo riquísimo, y encima Daniela se encarga de allanar el camino para muchas más aventuras, abriendo cada vez más la cancha con estos nuevos personajes y lugares ideales para explorar.
Más lo pienso y releo y pienso que es una pena que no haya tenido mucho bagaje de historieta infantil en mi tierna infancia, porque esto seguro me volvía loco, como me pasó con La piedra filosofal a los nueve años. Lo cual, habiendo disfrutado esto de grande, también me sirve como una gigantesca afluencia de agua que revienta un dique, una metáfora que ilustra que debería leer más historieta infanto-juvenil, algo que no tuve y hoy siento que es un lenguaje que me falta para comprender y abrazar aún más este tipo de lecturas. A veces hay que encontrarle la vuelta, y acá tuve una que vino bien a mi gusto y a mi identidad como porteño. La respuesta, mi amigo, está soplando en el viento. Y en tu comiquería más cercana.
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¡Nos leemos!
Esta historia y otras mencionadas en esta entrega las saqué impunemente de esta entrevista con los hermanos del sitio de Bob Andelman sobre Will Eisner.
Esto es muy loco: ¡Scott y Bo tienen dos hermanas que también trabajaron en los cómics! Tracy Hampton-Munsey fue rotuladora durante una temporada antes de volverse novelista, y el 99% de sus trabajos eran cómics de los hermanos (quién te dice que no le estaban dando una mano). Y después está Bunny Hampton-Mack, quien escribió una historia back-up de Clive Barker's Hellraiser con dibujos de Scott (y rotulado de Tracy) antes de volverse profesora. Los cuatro hermanos Hampton comiqueros (de los seis que son en total) trabajaron juntos en una revista de Eclipse en el 87: Bo Hampton’s Lost Planet. Cada cosa que descubro de esta gente es mejor que la anterior.
Sepan disculpar por este spoiler, pero es necesario para explicar el arranque de “El otro lago”, que de todos modos se puede leer aparte de esta primera historia. Traté de no contar más de lo que pasa en el zine.