Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio, un newsletter sobre historietas. ¡Hoy estamos de festejo! Porque el jueves pasado cumplimos un año desde que comenzó este ciclo de e-mails. 48 sábados, no siempre de corrido, con algunos descansos en el medio (planificados y no tanto), pero de un modo u otro siempre presentes. Por supuesto que este delirio existe no solo por nuestras ganas de hacerlo, sino porque ustedes están del otro lado, apoyándonos. Así que, muchísimas gracias por el aguante. En este nuevo contacto, Gonza habla de un conflicto surgido durante un lectura y Matías recupera una historieta perdida excelente.
Waiting for the gift of script and draw
Por Gonzalo Ruiz
La labor del reseñismo de historietas (como me gusta denominar lo que hago) implica leer por trabajo, en su mayoría. Y justamente, para preparar una nota de Comiqueando (que, si lees esto en tiempo y forma, saldrá en dos semanas), leí por primera vez Like a Velvet Glove Cast in Iron del ídolo indiscutido Daniel Clowes. Originalmente serializado en los primeros diez números de la mítica antología Eightball, este comic es algo… raro. Pesadillezco, diría. Una versión full comiquera de Eraserhead de Lynch donde el protagonista tiene que resolver una intriga y termina envuelto en un extraño pueblo donde nada es lo que parece. Sí, suena más a Twin Peaks, pero al menos la serie de televisión tiene un poquito más de sentido que el debut cinematográfico del Rey David. Por supuesto, cuando terminé de leer Like a Velvet…, quedé pasmado, y lo primero que se me pasó por la cabeza fue hacerme estas dos preguntas, buscando por supuesto un grado alto de sinceridad en el resultado.
¿Me gustó? La respuesta fue “sí”.
¿Entendí ALGO de lo que leí? La respuesta fue… “no”.
No saqué una conclusión inmediatamente porque la quería hacer acá mismo, “en vivo”.
De inmediato, puede parecer contradictorio decir que algo me gustó sin haber entendido, suena a querer quedar bien con el que lea esto al afirmar algo que, a esta altura del partido es obvio: las alabanzas a Clowes por ser un maestro. Y sí, es un maestro por más que haya obras que gusten más que otras. Si tengo que ser honesto, que siempre lo fui, mi conclusión es: a nivel dibujo, la obra es fascinante (y eso que es un Clowes “crudo”, le falta un poco del pulido que pegará más adelante, pero aun así descolla). Un lindo manejo del blanco y negro, un gran sentido del humor al dibujar personajes deformes para enaltecer el estado de “ensueño”, un dibujo que por más minimalista que sea, no deja de ser algo completamente expresionista, con claras influencias cinematográficas (cosa que dicho sea de paso, de esto trata en cierto punto la historia). A nivel guion, es más un puñado de ideas delirantes que no tienen pies, cabeza ni nexo entre ellas. Pasan cosas y a la vez no, al punto que parece que NADIE dentro del cómic tampoco entiende lo que pasa. Soy fan del surrealismo, pero le suelto la mano cuando los artistas cometen excesos al darle más y más rosca al tornillo, y es lo que me terminó pasando.
Así y todo me parece un cómic recomendable. No voy a seguir hablando de él (para eso lean la nota en la Comicu), pero es un punto de partida ideal para hoy.
El cómic, bien sabemos, es un amalgama perfecto, a veces, entre el guión y el dibujo. Dos formas de expresión se combinan para dar a luz historias, contarnos narraciones extraordinarias, epopeyas, o cuestiones absolutamente costumbristas, no importa, pero sí o sí tienen que estar juntos estos dos exponentes para darle un resultado correcto a la ecuación. Así como el mundo es amplio, también son los gustos, y estos últimos son los que determinan, de manera propia o colectiva, subjetiva u objetiva, si el cómic es bueno o malo. Cada quien tiene su propia manera de catalogar de esta manera absolutista pero efectiva a los términos del texto, que puede estar bien o mal, que es lo que genera más peso en la balanza al momento de juzgar. Algunos, justamente por ser absolutistas, pueden condenar al cadalso un buen cómic por tener dibujos horribles o guiones horribles (y a veces las dos a la vez). Hasta acá todo bien, y toqué el tema de manera bastante simple y superficial. Pero claro, como bien digo, las cuestiones de gusto pasan por el tamiz de la subjetividad, y lo más importante de todo, y lo más lindo incluso: las cosas no son siempre tan simples como se postulan.
Voy con un ejemplo concreto y polémico: nadie va a decir nada malo del Animal Man de Grant Morrison simplemente porque es un run bellísimo, un manifiesto ecologista postmoderno que se encargó de sintetizar las sensaciones que dejaron Watchmen y Crisis on Infinite Earths. Este es el momento en el que nace la leyenda de la magia escocesa… y la leyenda de la maldición de Chas Truog, un dibujante notoriamente mediocre y del que, pobrecito, todo el mundo está de acuerdo en que es choto. Imaginate hasta qué punto es un cero a la izquierda que ni entrada en Wikipedia tiene; gracias al DC Fandom podemos conocer el resto de su currículum… que por supuesto es acotadísimo porque, obvio, no daba para mucho más. Así y todo, Truog hizo “historia” por ser el encargado de darle “vida” a las imágenes de Morrison. Un claro ejemplo de esa escasa probabilidad donde hay una parte del todo que justifica al eslabón más flojo. ¿La historia sería más gloriosa si el dibujante estuviera a la altura del mito? Y… sí, pero fue lo que hubo en su momento. Pero esto, así y todo, no afecta el poder de la palabra, lo que quiso decir el guionista se entiende perfectamente, y al final del día, es esto los que nos conmueve al momento de visitarlo. Eso y las tapas de Brian Bolland.
Por el lado opuesto no se me ocurre un ejemplo concreto ahora (aunque sí el arquetipo del dibujante que quiere probar suerte como artista integral y en la parte escrita termina chocando la Ferrari), pero he escuchado gente excusando algunas historietas diciendo que solo garpa por el dibujo, porque lo otro es la nada misma1. Se me ocurre quizás, “responderle” a Andrés Accorsi que hace poco dijo que el guión de Cage! del ídolo Genndy Tartakovsky era “menos que la nada misma”, pero mi respuesta al asunto es meramente subjetiva, y opino que, a nivel escritura, la historia está a la altura de las circunstancias (es decir, es todo lo que espero de un cómic del genio ruso). Así y todo, tiene palabras elogiosas porque ciertamente, el arte es una hermosura. Pero esto tampoco quiere decir que uno se tiene que hacer fanático de los artbooks porque hay artistas que carecen de guiones a la altura de sus trabajos, aunque capaz, ese cómic de guion choto que quizá uno tiene en su biblioteca solo se justifica la existencia porque el o los dibujantes son dioses (pienso concretamente en las revistas de terror de los 70 de DC Comics).
Y bueno, obviamente magia no puedo/podemos hacer cuando el cómic tiene un guion y dibujo horribles.
¿Qué conclusión podemos sacar de esto? ¿Cuándo le perdonamos a un cómic en sí cuando uno de sus eslabones más cruciales falla? Por supuesto que la palabra secreta en todo esto es “subjetividad”. Cada quien sabrá cómo interpretar un guion, cómo apreciar bien un dibujo. Personalmente, prefiero más que me cuenten una gran historia, sin importar cómo está interpretada a nivel arte (aunque tampoco lo tomo tan a la ligera). A veces, también, disfruto cuando ponen a prueba mi intelecto (tampoco crean que nací leyendo Camus, eh, que bastante duro soy) como hizo Clowes, jugando todo el tiempo con metáforas, visiones oníricas. Estas se aprecian cuando el dibujo está a la altura del delirio y no son simplemente garabatos tan aburridos como los sueños ajenos, cuando de golpe esa alucinación logra un estado tangible disfrutable, aunque sea un chiste interno del o los autores.
Y con eso creo que me respondí en concreto las dos preguntas que planteé antes.
La metaaventura de la historieta: Leopoldo de Saccomanno y Mandafrina
Por Matías Mir.
Si a mí me decís que existe una historieta sobre un adolescente fanático de las historietas teniendo aventuras con un viejo vendedor de libros usados de una saldera perdida en una galería, ya me comprás. Si además agregás que esa misma historieta es a la vez una especie de homenaje/reinterpretación del canon de Oesterheld y Breccia, me empiezo a emocionar. Y si encima resulta que está escrita por Guillermo Saccomanno y dibujada por un Cacho Mandafrina inspiradísimo, ya directamente estamos hablando de un producto de otra dimensión. Sin embargo, esa historieta existe. Y si está a la altura de la suma de sus partes… ya veremos.
Leopoldo es una tira que Saccomanno y Mandafrina empezaron a producir para HN, el folletín de historietas nacionales de Télam que alguna vez se publicó en este país. Las tiras (sí, porque se publicó originalmente en tiras dentro de este suplemento) empezaron a editarse en diciembre de 2011 y siguieron saliendo de forma regular todas las semanas hasta fines del 2014, cuando HN cambia de formato y Leopoldo (o Leo, como también se titula) empieza a salir solo en algunas planchas erráticas casi hasta la cancelación del proyecto en 2016.
La primera gran parte de la historia, que fue republicada en la Fierro #84 (segunda etapa), introduce a los personajes principales y al conflicto más ganchero de todos: Leopoldo, un pibe fanático de la historieta clásica que recorre salderas, llega a la librería de Lutz, un misterioso librero que siempre te menciona lo que estás pensando o está justo leyendo el libro del autor que te viene comiendo la cabeza. Leopoldo está buscando un capítulo perdido de Mort Cinder, la fantástica obra de H.G.O. y Alberto Breccia, y Lutz lo encara y le pregunta “¿está el pasado tan muerto como creemos?”. Así, sin filtro, arranca la cosa.
La fórmula general de la historieta es que, para saber el paradero de ese supuesto capítulo perdido, hay que conocer la historia de Lutz, su pasado, la muerte de su madre en los bombardeos de Plaza de Mayo, su vida como “subversivo” durante la dictadura, su intento de editar una revista de historietas en ese periodo… Pero, en vez de ser solo flashbacks, la historia toma un giro fantástico y Leopoldo se vuelve testigo de estos eventos. El tiempo se vuelve frágil y se abren espacios en el mundo que transportan al personaje entre líneas temporales y también entre dimensiones.
“Hay otros mundos pero están en este”.
A las pocas tiras, la cosa deja de ser lineal en absoluto. Hay una intención tanto desde lo gráfico como desde los guiones de que la “verdad” quede difuminada ante algo más importante: la lectura misma. Contada en forma de tira, Leopoldo se convierte en una historia que funciona en un tiempo separado del real de la lectura. Cada tira conecta con la anterior y prepara la siguiente, pero los elementos que se introducen se pierden en el camino y son reemplazados por otros. Leopoldo, el personaje, constantemente no parece estar entendiendo qué está pasando, y yo, como lector, tampoco, pero no porque a los autores no se les ocurra cómo explicar lo que ocurre sino que prefieren dejarlo a la interpretación. De hecho, muchos elementos que parecerían ser importantes en lo gráfico no son mencionados en la historia, como el hecho de que el salvador de Lutz en su infancia no parece ser otro que el mismísimo Mort Cinder, lo cual solo causa más preguntas.
En lo visual también hay un juego interesante en el que, cuando la fantasía (ya sea por viajes en el tiempo o por otros elementos sobrenaturales) irrumpe en la historia, los fondos se vuelven puramente breccianos, tanto en el uso de las tintas como en la imagenería: las triperías, las calles de adoquines, callejones oscuros, árboles que se ciernen sobre las calles y formaciones calavéricas que representan el terror acechando. Hay una maestría en el uso de las luces y las sombras ahí que a esta altura Mandafrina maneja de taquito.
Los elementos oníricos solo se apilan unos sobre otros. El día y la noche se alternan con esquizofrenia (con anormal duración, como en otra obra de Mandafrina, Cosecha Verde) y la división entre el fin de una línea argumental y el comienzo de otra tampoco es claro.
La segunda parte ya empieza a causar problemas para los lectores, porque si querés conseguir la edición reimpresa en Fierro, la #111 (que además rearma las tiras en historietas de página completa mucho más cómodas para leer), vas a descubrir que te falta algo. Si bien Fierro separa las páginas de Leopoldo en historias “autoconclusivas” para su lectura más sencilla, también tuvo que prescindir de todo un arco argumental que solo se publicó en HN. Las tiras #74 a #133 solo se consiguen en el suplemento, y profundizan en el pasado Lutz buscando dar una ambigua explicación a los eventos fantásticos de la historia (aunque no hace falta) y cuentan una interesante aventura de Leopoldo sin su mentor cerca.
Los personajes se reúnen para un par de aventuras más (estas sí publicadas en Fierro), incluyendo la más popular de todas, “El libro del mal”. En esa, la casual posesión del Necronomicón por parte de la dupla los lleva a estar malditos por horrores de Eldritch y a huir por una Buenos Aires más oscura y mística que de costumbre. Si las primeras historias de los personajes buscaban funcionar como un intertexto con Mort Cinder, acá esa conexión es con otra obra de Breccia, sus adaptaciones de Lovecraft. Mandafrina se prende fuego y hace que el horror tenga esa forma indescriptible, que las amenazas sobrenaturales sean incompatibles con la realidad material de los personajes en la tira. Ese “horror indescriptible” que intentaba dibujar el maestro y que al día de hoy sigue siendo admirado por lectores de todo el mundo. También hay un par de conexiones con una historia de Sherlock Time, con la historia de Borges fichando el Necronomicón en la Biblioteca Nacional y, al final, con el mismísimo Howard, que mete una aparición estelar y cierra el ciclo de oscuridad que envuelve a Leopoldo y a Lutz. Lo que el protagonista vive y comprende solo es apenas un vistazo detrás de una cortina enorme, oscura y pesada que se abre ligeramente para que pasen estas historias.
Más allá de la genialidad artística y narrativa, más allá de las referencias geniales, lo que más me terminó atrayendo a Leopoldo fue su esencia conceptual. Su alma, digamos. Constantemente en todos los diálogos enigmáticos de Lutz y en sus interacciones con Leo se trasparentan dos nociones que hacen que esto pueda ser genial aunque los personajes fueran heladeros o astronautas: por un lado, el amor a la historieta, palpable en todo momento, y por otro, una creencia inflexible de que la ficción y la realidad se moldean mutuamente.
“A veces la historia tiene a repetirse, pero nunca igual. Lo que primero fue tragedia puede repetirse como historieta”.
¿Lutz es un personaje de Mort Cinder o Mort Cinder existe? ¿Este Germán (el nombre verdadero de Lutz) que sigue haciendo historietas durante la dictadura tiene algo que ver con el Germán que le propone a un tal Alberto un nuevo capítulo de Mort Cinder? ¿Lutz de chico entra a robar libros a una biblioteca pero también es lector de Arlt, en cuya obra ocurre lo mismo? La línea dibujada en la arena quedó completamente desdibujada por las olas, al punto que los personajes aceptan al pasar su propia irrealidad. La incógnita no es si son productos de sueños, sino quién los sueña.
En un arco medio flashero en el que Leopoldo encuentra una historieta cuyo protagonista es demasiado parecido a él, Lutz le dice que ellos son “personajes de una historieta perdida”. Esa línea en sí es fantástica y termina de disolver la barrera entre realidad y ficción porque no solo saben que son personajes de historieta, sino que asumen que es una perdida. Y lo es, es una historieta perdida, publicada de a pedazos en tres formatos distintos todos descatalogados. En sus últimas dos apariciones en HN, Leopoldo y Lutz arrancan una nueva aventura que arranca en los puestos de libros usados de Parque Rivadavia y los lleva a una ciudad que no existe en los mapas. Cuando se suben al colectivo de la aventura, Lutz le pregunta a Leo “¿querés bajarte?” y el protagonista le responde “¿y perderme cómo sigue la historia?”. Y hasta ahí llega. Con suerte, algún día alguna editorial se cope y podamos ver cómo sigue este recorrido, uno inagotable y que solo se aprecia más con cada relectura.
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Esto me lo dijeron concretamente con Silver Surfer: Black, de Donny Cates y Tradd Moore, pero no me animo a ponerlo bajo mi lupa porque todavía no lo leí. Y más recientemente Andrés Accorsi acusó de lo mismo al Cage! del ídolo de Genndy Tartakovsky.