Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio, un newsletter sobre historietas. Cada quince días (excepto cuando no), Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas, buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este contacto, Matías regresa para una entrega especial con la nota que no llegó a entrar el último sábado.
Hay un mundo que no es una mierda: Hirayasumi de Shinzo Keigo
Por Matías Mir
“There is another world. There is a better world. Well… there must be”.
Grant Morrison, Doom Patrol #63.
Los días son cada vez más cortos y más fríos. La gente, cada vez más insoportable. Es inevitable reaccionar si todo se vuelve horrible de una, pero si cada día es apenas un poco peor, lo llamamos rutina. En mis ratos libres (un fallido me hizo escribir “libros”, ojo con esa) de generar plusvalía, fui ahogado por una ola de grandes libros y artistas geniales que ni conocía traídos a mí por la marea del algoritmo. Tenía “los ojos reventados de imágenes”, como dice Marechal en Megafón, y me parecía improbable encontrarme en el estado mental para sentarme a leer alguna historieta, mucho menos escribir sobre una. Pero ya me conozco, ya sé que existe una historieta para cada estado posible del ser, y tengo el desgraciado talento de saber hallarla y sentarme a leerla. Esta vez, esa historieta era Hirayasumi, de Shinzo Keigo.
Desde el principio arranca con un concepto encantador: una treintañero que se vuelve amigo de una anciana solitaria. La señora no tiene familiares, nunca se casó, y vive en una casa en barrio residencial tranquilo de Tokio; él (Hiroto), se fue del campo hace diez años para pegarla en la ciudad como actor pero se la pegó contra la realidad y ahora vive en un monoambiente sobreviviendo con un laburo part-time. Todo lo que va a ser Hirayasumi está anclado en la esencia de la relación de amistad entre dos almas afines, tranquilas y medio desfasadas con el mundo moderno. Por eso es una traición tan grande (perdón por el spoiler, pero es inevitable) que la señora se muera en el primer capítulo. Un bajón tremendo, pero que enciende esta historia sobre un tipo que, por pura honestidad y cariño, termina heredando la casa antigua de esta mujer a la que conoció por unos meses.
Poco después, resulta que la prima menor de Hiroto también se viene a la ciudad (ella para estudiar arte en la universidad), así que la mandan a vivir en la casa del primo. Pero Natsumi la verdad es que quería vivir sola en algún departamento copado en el centro, así que medio que la caga que la manden con su primo aburrido a una casa lejos de la acción metropolitana. Así arrancan los días de estos protagonistas y de los otros que van apareciendo y orbitando sus vidas.
Estos personajes son reales. Esa es la única forma que tengo de explicar el motor que moviliza esta no-trama y convierte a Hirayasumi en una experiencia conmovedora e interpelante. De a pedazos vamos conociendo a esta gente, en capítulos aislados de sus vidas, y cómo se afectan unos a otros. Está Natsumi, por ejemplo, que vino con muchas ganas pero se ve sobrepasada por la movida vida social universitaria de la ciudad y siente que no encaja en ningún lado. O Hiroki, el amigo de Hiroto, que siempre fue un vago medio improvisado y ahora tiene que reacomodar su vida porque va a ser padre. También está Yomogi, una agente inmobiliaria trabajólica que trata de compensar su falta de tiempo para sí misma comprando boludeces por internet y llenando su enquilombada casa de cosas que apenas puede usar (personajazo). Y también hay más, toda gente muy tridimensional, muy humana y moderna, atravesando una realidad demasiado parecida a la de nuestro mundo.
Pero ¿y Hiroto? Ahí hay un núcleo interesante. Todos los otros personajes de Hirayasumi se sienten definidos por lo que hacen, por la situación socioeconómica que los limita o por sus propias falencias como personas (o sea, como uno que está escribiendo). Pero Hiroto es una anomalía. Él se define por sus deseos, sus impulsos, lo que tenga ganas de hacer. Come si tiene hambre, sale a dar una vuelta si está aburrido. Ligó una casa de arriba y no tiene grandes gustos (le gusta irse de camping o comer algo rico de vez en cuando). No tiene preocupaciones aplastantes y cumple con sus obligaciones mundanas con gusto mientras apoya como puede a sus allegados. Es un estoico de manual con las posibilidades materiales para serlo en este mundo acelerado y confuso, como si hubiera encontrado y explotado un error en la realidad que le permite ser feliz con lo que tiene y hacer lo que quiere porque nunca quiere demasiado. Un tipo así, amable, medio boludo, siempre con las puertas abiertas, termina siendo un faro para el resto de los mortales, que no pueden entender cómo alguien puede llegar a ser feliz pero bien podrían intentar serlo.1
Hay un hilo conductor permanente y muy íntimo respecto al éxito como medidor de felicidad. Algunos de estos personajes tienen sueños, cosas que quieren hacer y por las que se esfuerzan; otros solo tratan de sobrevivir el día a día; y otros intentaron ser los primeros y, después de sentir que fracasaron, pasan a ser los segundos. En una escena muy emotiva, Hiroto revela que, si renunció a la actuación, fue porque vio que, en ese mundo, solo hay triunfadores y fracasados, y un mundo así era incompatible con él. Cuando ve que su prima le dice “voy a esforzarme para ser la mejor de todas”, durante un instante se rompe su semblante bonachón cuando se da cuenta de que ella está yendo de lleno contra la misma pared que lo derribó a él. Otro personaje, un escritor otrora exitoso al que ahora solo lo mantiene el nombre que se hizo en su juventud, sufre tener que estar constantemente a la altura de los estándares de productividad de la industria a la que él mismo se metió a fuerza de talento y esfuerzo. Hirayasumi es una oda a los que intentan llegar a la cima pero también a los que se quedaron atrás, no por falta de esfuerzo sino por la innata injusticia del sistema. Lo normal no es tener éxito, porque el sistema necesita de fracasados que trabajen de lo que se necesita, no de lo que querrían.
Una cosa que me encanta de esta serie es lo verdaderamente moderna que es. Está ancladísima en nuestro presente, en nuestra configuración social. Y mucho está en los detalles, como que Hiroki le diga a Hiroto: “ah, sos un forro, no tenés que pagar alquiler nunca más en tu vida” (que es exactamente lo que uno le diría a un amigo que LIGÓ UNA CASA DEL AIRE), o que Natsumi arme un grupo de WhatsApp para organizar una reunión con amigos en su casa, o que el secreto de Yomogi para llegar al laburo a tiempo a pesar de no ser una persona mañanera es solo salir sin desayunar (literalmente yo). Son gente que te podés cruzar en tu vida cuyos procesos mentales entendés.
Y así la cosa va avanzando entre pequeñas escenas cotidianas, encuentros y, quizás lo más memorable, los momentos. Lo que te queda de Hirayasumi y te hace volver son esas porciones de realidad en las que los personajes tienen una pequeña epifanía, o justo el otro les dice exactamente lo que necesitaban escuchar en ese momento, o cuando deciden hacer un cambio, aunque mínimo, en sus vidas. Ahí es donde brilla la narración de Shinzo Keigo, en reflejar la transición entre los momentos en los que vivimos y los momentos en los que somos conscientes de que vivimos. A veces son situaciones positivas, instantes en los que los personajes comprenden cómo hacer para acercarse a ese ideal de felicidad. Pero a veces (como en la vida) también son tristes, como cuando finalmente te cae la ficha de que nunca más vas a volver a ver a esa amiga que falleció, o que ahora no podés fantasear con renunciar a tu laburo de mierda porque tenés que alimentar a tu recién nacido, o que en tu juventud soñabas con pegarla cuando fueras adulto y ahora te das cuenta de que esa vida de adolescente sin preocupaciones más que hacer lo que tuvieras ganas se parece más a lo que desearías tener ahora.
Pero lo que aglutina esta historia sobre un tipo incambiante y sus seres queridos que buscan el cambio es toda la faceta gráfica. Hirayasumi no es solo un manga lindo de leer, con sus personajes redonditos, sus páginas cómodas y sus historias cotidianas y cortas, sino que es la puerta a una mundanidad tan verosímil que te la creés. Cada hoja en la terraza de la facultad, la disposición de los patrones en los mosaicos en las medianeras, las imperfecciones en la vasija heredada, todo está ahí por una razón de ser. Y es curioso, considerando que no es una serie con un estilo de dibujo “realista” ni hiperdetallado, pero el autor le pone todo su esfuerzo a recrear estos escenarios absolutamente reales y que expresan la emoción de la escena que envuelven con una naturaleza impresionante.
El protagonista silencioso de Hirayasumi, por supuesto, es la casa, ese espacio donde vivió toda su vida una señora y que se llenó de souvenirs, de goteras, de manteles floreados y todas las cosas que verías en el chalet de una abuela. Es una casa que se explora en cada viñeta, desde todos los ángulos, en todas sus habitaciones, que uno va recorriendo mientras lee y respira la vida que contuvo durante décadas y las adaptaciones de sus nuevos habitantes, que respetan ese espacio ajeno que ahora intentan hacer familiar. Lo mismo con el taller de arte de la facultad de Natsumi o los departamentos donde viven el resto de los personajes, todas locaciones que reflejan el estilo de vida de sus inquilinos y sus estados mentales.
Me es difícil explayarme mucho más, en parte porque es una historieta en la que “pasan” muy pocas cosas, y en parte también porque es como describirle un amigo a desconocidos. En efecto, entrar a leer Hirayasumi es como reencontrarme con un amigo y charlar de la vida un rato en un espacio que, para variar, no es hostil. Para los que buscamos un descanso del mundo, Shinzo Keigo siempre tiene las puertas abiertas.
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Me recuerda muchísimo a la bellísima y perfecta Sangatsu no Lion, aunque ahí el concepto es al revés: Rei es un prodigio del shogi ahogado en su depresión que es salvado por un elenco de personajes secundarios que brillan como soles, aun frente a las adversidades.