Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio, un newsletter sobre historietas. Cada quince días, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas, buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este nuevo contacto, vuelve Matías para divagar partiendo del Corto Maltés, mientras que Gonzalo recomienda un documental, en cierta forma, truculento.
Todas las baladas son sobre mares salados
Por Matías Mir
Vino a mí en un sueño. Entre desvaríos sobre insectos y la arquitectura imposible de mi monoambiente, vislumbré la aventura. Un impulso me pedía que me metiera de lleno en el caribe, entre palmeras, tiros, albatros y traiciones. Cuando desperté, supe inmediatamente que tenía que ponerme a leer Corto Maltés.
Más de una vez dije que las obras ineludibles no existen (el famoso “no podés no haber leído tal cosa”), mitad para tranquilizar a quien no hubiera leído El Eternauta o Sandman, mitad para redimirme a mí mismo por todavía no haberme sentado a leer ni una página de Tintín o la obra más famosa de Hugo Pratt. No importa. Como el tango, siempre llega.
Podría hablar de la pluma prodigiosa de Pratt o de sus expresiones certeras. Bien podría escribir largos párrafos acerca de sus mecanismos narrativos, de cómo la aventura siempre parece arrancar empezada por personajes que vivieron antes de que abriéramos el libro, o sobre la iconicidad absoluta de sus diseños. Hay una escuela entera solo en su estética, en su protagonista atractivo que escapa a todo estereotipo y se posiciona en una androginia superadora…
Pero todo eso ya se dijo. Ya se escribió. Cuando uno trata con obras tan consagradas como esta, siempre llega tarde al baile. Hay literales libros escritos al respecto, numerosos estudios en todo el mundo y homenajes que evidencian el aprecio y el interés por desentramar historietas como esta. Lo mismo ocurre con las otras obras consagradas que ya mencioné más arriba, porque lo consagrado no solo es divino, también está, en cierto modo, completo. Hay que tener mucho valor para llegar a Egipto y pretender encontrar una nueva pirámide. Ojo, quizás esté ahí, tapada entre la arena, o quizás ya haya pasado tanto tiempo que cambie nuestra definición de “pirámide”. Quizás ahí haya algo nuevo por descubrir, pero, como dice Zaid, “se escribe mucho por ignorancia: porque se ha leído poco, por no saber que ya estaba escrito lo que uno necesitaba leer”1.
Lo que acaba ocurriendo, entonces, es que uno sale a buscar pirámides y encuentra espejos. Lo escrito, lo expresado, no se trata de la obra en sí sino de la experiencia del neófito. El diario de exploración de una cripta ya visitada millones de veces tiene su propio mérito y es un género en sí mismo (no hay que ir muy lejos para ver a Gonza llegar finalmente a Sandman o a mí registrar mi avance por Cerebus, aunque lo que el texto de Gonza tiene de asombro el mío lo tiene de desidia), pero siempre hay que entenderlo como un ejercicio reflexivo (en el sentido de “reflexionar” y de “reflejar”): no estamos descubriendo nada nuevo en la obra, sino en nosotros mismos al leerla.
La balada del mar salado era igual de perfecta el día anterior a que yo la leyera y sigue siéndolo el día siguiente. Tiene una secuencia en la que le disparan al chofer del Corto, cae por un barranco con el auto, lo persigue un pulpo, luego casi se ahoga atrapado por una almeja y después huye de un tiburón solo para ir directo a la choza de Rasputín y destruirla de la bronca. Si eso no es la mejor historieta del mundo, pidamos la cuenta.
Y hoy reflota más que nunca la “muerte del autor”, pero Hugo Pratt realmente está muerto. No solo físicamente, sino que para la lectura de obras tan separadas en el tiempo, el autor es apenas una firma que delata que esta pieza pertenece a un corpus mayor, a una misma pluma ahora fantasma. Mientras leo las historias que componen Bajo el signo de Capricornio, poco me importan las idas y vueltas de Pratt entre Italia, Argentina, Etiopía y el resto del mundo, porque ahí, con la página enfrente, el Corto es más real que él. El humano de carne y hueso nace y muere y, en algún punto en el medio, crea. Y eso que crea no sigue las mismas reglas.
De nuevo, nos descubrimos en la obra. No puedo parar de pensar en eso. Hugo Pratt no importa, pero tampoco importa nadie. Para la existencia colectiva, vos, yo, tu familia y todos tus seres queridos y autores favoritos son inconsecuentes. A nadie le importa tu vida, porque las personas no son relevantes. Las personas que se vuelven relevantes en el mundo real lo hacen porque son reducidas (o quizás elevadas) a “personajes” públicos. Los eventos que se vuelven de interés general lo hacen no por su relevancia sino por su comodidad narrativa. El héroe de las mil caras existe y camina entre nosotros. Quizás seas vos algún día.
A nadie le importa tu sufrimiento, pero si lo ponés en el papel y los personajes lo expresan, de pronto adquiere otro matiz. Si las penas y el dolor atraviesan el prisma de la creatividad y la ficción, obtienen la característica fantástica de poder conectar a las personas. Ahora, todos podemos leerlos y encontrarnos en ese espacio pulido por su estado de “obra”, por muchas etiquetas de “autobiografía”, “autoficción” o “memorias” que se le pongan.
Pero sigue siendo una cacería de espejos. Sigue sin importar el ser humano detrás. Solo importa la obra, porque lo que nos gusta tanto de leerla no es encontrar al otro, sino descubrirnos en ella. Esa es la trampa de la ficción, de la creatividad y de la historieta. El autor escribe su nombre en el mármol de la historia y cada uno se lleva las letras que le sirven para escribir el suyo propio. Hay quienes encuentran satisfacción en esto, en que “dos seres abstractos se vuelvan concretos al reconocerse”2. Por alguna razón que aún no descifro, a mí me estremece.
El Corto se despide de Pandora. Al final, lo único que importa es el arte. No nos va a salvar, porque nada nos va a salvar, pero al menos le da un poco la razón a nuestro ego por un rato. Si hacemos arte, entonces algo en nosotros vale la pena. Si consumimos arte, arte del bueno, arte como Corto Maltés, entonces algo resuena dentro de nosotros y demuestra que no estábamos tan vacíos. “Como la blanca ala del albatros sobre el monótono aliento del Pacífico, así, vagando por vagar, va la vela del verdadero marinero”. El resto es humo y espejos.
Osamu Tezuka, el noble kamikaze
Por Gonzalo Ruiz
Un señor con anteojos de marco grueso, boina y con un enorme ramo de flores en mano observa cómo una mujer madura le habla con voz aniñada, festejándole una larga carrera y recordando sus años de trabajo en conjunto. La mujer es Mari Shimizu, la voz original de Tetsuwan Atomu, mejor conocido como Astroboy; y el señor es su creador, Osamu Tezuka, alguien que capaz en este espacio no hace falta presentar, pero que identificamos como el Manga no Kamisama o Dios del manga. Con esta escena celebratoria comienza Sosaku no Himitsu (The Secret of Creation), un documental producido por el NHK (el multimedio de radiodifusión público japonés) en 1985 que desnuda sin darse cuenta los muchos niveles de maltrato que puede sufrir un artista en vida.
El documental inaugura, también sin saberlo, una tradición de mostrar el detrás de escena del día a día laboral de los mangakas (un guante que recogería varios años después el artista Naoki Urasawa en una serie de documentales llamado Manben, también producido por el NHK y que pueden disfrutar en YouTube, solo tienen que saber inglés para leer los subtítulos). En este caso, son 24 horas (resumidas en 45 minutos) de cómo trabajaba la persona que definió y redefinió la historieta en Oriente, el tabula rasa que trasladó su influencia por Walt Disney y otros ejes de la “cultura pop” occidental de entonces hacia el incipiente mercado del manga. El dibujante que en un momento de su vida miró hacia un abismo del que jamás pudo o quiso salir.
Hay varias cosas que podemos agradecerle a The Secret of Creation, para bien y para mal. Por un lado, y teniendo en cuenta que esto fue filmado un año antes de su muerte, permitió ver de forma exclusiva como era el entorno laboral de Tezuka, algo que el maestro deja bien en claro al comenzar: Nadie, salvo su mujer y sus asistentes, pueden entrar a su oficina, un departamento desaliñado donde se aislaba durante cinco días a la semana. Pero nosotros los espectadores no somos testigos directos de un privilegio, sino también de algunas maldiciones. La vida de un workaholic que “vive” en una mansión en la cual nunca está y que es acosado y menospreciado por sus propios editores, aquellos quienes, beneficiados por el talento inagotable, cuentan frente a cámara los apodos con los que llaman a Tezuka basados en su retraso con la entrega de las páginas. Estas 24 horas de trabajo lo muestran realizando tres trabajos a la vez, de los cuales logra terminar solo uno, no sin antes regalar a cámara una triste sonrisa, producto de quien deja todo en cada página pero que sin embargo, y siendo demasiado tarde, tiene que seguir con su trabajo. Momentos antes, mirando estático a un reloj, declama “no le tengo miedo, solo quisiera tener más tiempo”, mientras su semblante bonachón sigue inquebrantable.
No hay mercado más salvaje que el del manga. Miles de historias son serializadas semana a semana, mes a mes, lo que empuja a los mangakas a trabajar contrarreloj para entregar 20 páginas antes de la fecha límite. En el medio, cada obra es puesta a competir contra otras en un “concurso de popularidad” donde el lector vota cuál le gusta más. Los artistas son víctimas de la presión popular y de sus superiores, los editores, y de este dictamen no se escapa nadie, ni siquiera el Dios del manga, que para cumplir con los márgenes se ve obligado a trabajar en un taxi de camino al aeropuerto rumbo a Francia, donde arriba del avión y en su hotel también seguirá trabajando bajo la promesa de “faxear” los originales.
Una de las tantas reflexiones que deja el documental, puesta en voz del locutor, es que este “Dios” en definitiva es una persona que trabaja de corrido durmiendo unas leves tres horas, arriba de su tablero y víctima de un bloqueo que le impide tanto pensar como dibujar. Esto ya lo cité en un viejo correo (antologizado en nuestro libro, cómprenlo si aún no lo hicieron) pero como el público se renueva y la frase me gusta mucho, la reciclo (además me calza justo para este ejemplo).
[Unos tres años antes y en estas latitudes], Luis Alberto Spinetta publica su disco Kamikaze, donde en sus “liner notes” deja caer un interrogante sombrío e incómodo: “¿Lamentablemente no hay más kamikazes de la vida creativa?”, haciendo referencia al artista como un kamikaze, completamente asediado por el hecho de que solo se puede ser “más” si vende, el ascenso a las grandes ligas solo te lo permite el sistema capitalista y no tu contenido o destreza poética.
Con esto en mente, es imposible no pensar en Tezuka, al igual que lo hice con Hideo Azuma muchos meses atrás, como un verdadero kamikaze, alguien que corre sus límites de aguante personal a cada hoja, a cada trazo.
Estoico e ingenuamente optimista, él esperaba seguir trabajando hasta su centenario, a la vez que afirmaba que tenía tantas ideas que podría venderlas por monedas, actitud literalmente kamikaze; dicho por alguien que atravesó una profunda depresión plasmada en su obra de la década del 70, aquella de la que él mismo reniega en cámara, aduciendo no recordarla. Su dedicación fue toda para el manga, tal es así que es irónico pensar que sus últimas palabras —dirigidas a una enfermera— fueron “Dejame seguir trabajando” mientras un cáncer estomacal le daba fin al artista más importante del noveno arte, que tan solo tenía 60 años. Uno puede juzgar quién la sacó barata: si Azuma enloqueciendo y yéndose a vivir como un homeless para reinventarse como plomero, o el Dios del manga enfermándose de modo fatal.
Yoshihiro Tatsumi, artífice de la corriente artística denominada gekiga (cómics urbanos, carentes de elementos fantásticos y apuntados exclusivamente para adultos) y eterno amigo y colega de Tezuka, supo decir de su amigo, además de diversos elogios, que su muerte temprana era esperable (al igual que la de varios otros mangakas) por el intenso e imparable nivel de trabajo que manejaba. ¿Qué reflexión nos queda al terminar este documental? Para el final dejamos de ser testigos de cómo trabaja un genio: observamos en cámara lenta el inevitable derrumbe de alguien que dejó su humanidad en pos de sus obras. ¿Vale la pena festejar el eterno corpus que queda tras la desaparición cuando este es fruto de la sangre sudor y lágrimas de quien lo realiza? Osamu Tezuka dejó un legado eterno dedicado a la aventura, la ciencia ficción, a la desesperación humana y su malicia y, cómo aquellos aviadores, realizó un suicidio altruista, un proceso kamikaze de 40 largos años. Pasan los años, quedan los artistas. Pero, algunos, a qué violento precio.
Ah, por supuesto, el documental lo pueden ver haciendo click acá. Es imperdible pese a lo mala leche.
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Ver nota anterior.
El documental de Tezuka es una patada voladora al cerebro. Siempre estuvo ahí a la vista la explotación laboral encima, nunca se escondió, ni se intentó solapar con otra cosa. Me aterra ese ambiente laboral pero verlo a él, es inspirador también. Creo que una vez por año lo veo de fondo jaja.
Potente esta entrada. Yo también llegué tarde al Corto y a la obra de Pratt en general, hoy es posiblemente uno de mis dibujantes favoritos. Es como un buen vino, mientras más dibujos suyos ves, mejor es. Me pasó que conocí primero la obra Muñoz, y cuando llegué a Pratt fue como encontrarme con muchas de las influencias de José, es increíble cómo mutó después.