Bienvenidos a una nueva entrega de Oficio al Medio, un newsletter sobre historietas. Cada semana, Gonzalo Ruiz y Matías Mir analizan algún cómic o alguna temática relacionada al mundo de las historietas, buscando repensar sus lecturas y conectar con otros fanáticos. En este nuevo contacto, Matías reincide con los bichos de Tove Jansson y Gonza habla de dos fuertes obras relacionadas con la última dictadura cívico-militar.
Moomin III: ¿hay humor después de Tove?
Por Matías Mir
Uno siempre vuelve a donde es más feliz.
Entre mi rewatch de Adventure Time, mi actual maratón de Summer Camp Island y mi constante militancia de la obra de Tove Jansson, supongo que entré en un espiral de escapismo utópico, feliz y surreal donde todo lo que quiero es rodearme de mundos en los que el capitalismo, el consumismo y los problemas del mundo moderno son algo obsoleto de lo que burlarse o algo que parodiar sin mucho compromiso.
En este mindset llegué finalmente a las tiras de Moomin producidas por Lars Jansson, el hermano de Tove, quien se hizo cargo de la serie alrededor de 1960, cuando Tove finalmente decidió abandonar el proyecto, harta de tener que seguir dibujando a estos bichitos que enamoraron a toda Europa (y una importante parte de Asia, sorpresivamente). Lars no era ajeno al proyecto, ya que no solo era el traductor original de la serie (que se publicaba en inglés, idioma que Tove no dominaba) sino que con los años se convirtió también en ayudante, y colaboraba con guiones o dibujos en ocasiones.
Por supuesto, mucho de esto ya lo mencioné una y otra vez, pero ahora que estoy incursionando en estas otras tiras, las que no tienen el famoso “TOVE” en la esquina, me intriga ver cómo funciona ese paso de manto, qué cambia, qué se mantiene y qué hace que una tira de Moomin funcione como tal, hablando principalmente de la primera línea argumental que propone.
En “La lámpara de Moomin”, la idea que moviliza el humor es que Moomin y Snorkmaiden encuentran una lámpara con un genio que concede deseos, la típica. El giro humorístico genial es que el genio no puede realizar magia realmente, solo concede los deseos a pura voluntad, entonces cuando le piden una diadema de diamante, tiene que salir a buscar una. Un absurdo hermoso.
Lo interesante pasa cuando ese enredo del diamante hace que los protagonistas terminen siendo acusados de ladrones, momento en el que la trama se vuelve una comedia acerca del sistema procesal y judicial, no tanto referenciando a los sistemas reales de la época sino casi parodiando la idea misma de tener esos sistemas. Los policías tienen que leer manuales para saber cómo interrogar, los abogados dicen frases hechas que no tienen sentido en contexto, el juez no juzga realmente el caso, solo se deja llevar por su instinto, al igual que el jurado.
Es como si un montón de nenes jugaran a la ley cagándose de risa, y es ahí donde entra lo interesante de los guiones de Lars. En las tiras de Tove, las más ingeniosas eran aquellas en las que, o bien los personajes salían de su valle para ir a imitaciones exageradas de nuestra sociedad, o bien nuestra sociedad y nuestros sistemas invadían el Valle Moomin. Era un contraste divertido para nosotros pero angustiante para los personajes, que viven en una utopía natural y relajada ahora amenazada por el fantasma del capital y las expectativas sociales. La vuelta que le mete Lars es jugar a los contrastes pero sin esa angustia, sino cagándose de risa él también. Entonces, ahora, el objeto del chiste no son los personajes sino nosotros, los lectores, que vemos en la tira cómo unos bichos de otro mundo agarran nuestros sistemas y nuestras costumbres y las imitan burdamente, dejando expuesta la ridiculez de nuestra mundanidad.
Después de ser declarados culpables, Moomin y Snorkmaiden escapan y se vuelven prófugos de la justicia. El juego, ahora, es a ser fugitivos. En una escena, incluso, se encuentran a Moominpapa, quien escucha su historia pero cree que es todo un juego (exponiendo la irrealidad de que esa clase de dramas ocurran realmente en el Valle Moomin), seteando la graciosa escena de confusión cuando aparece un policía real.
Al final, se empiezan a hartar de ser prófugos sin saber que en realidad ya nadie los busca porque medio que los policías también se aburrieron de perseguirlos. De nuevo, es como nenes jugando, y cuando el juego se vuelve aburrido, solo termina.
Y la cosa avanza masomenos para el mismo lado en entregas futuras. La siguiente historia plantea cómo juegan al sindicato para evitar que se ponga una vía del tren en el Valle Moomin (porque eso implicaría que el mundo real invadiría la fantasía, una trama muy Tove) y estira durante unas cuantas semanas el conflicto. Quizás cuando termine de leer todas estas tiras (Tove hizo las tiras durante seis años, Lars durante quince) haga un balance más general (¿se puede mantener esa clase de humor y calidad durante quince años de la misma tira?), pero el prospecto es positivo. Hay Moomin para rato.
Carlos Trillo, o cómo quebrar los límites de lo que no se habla
Por Gonzalo Ruiz
Pocas fechas en la historia argentina tienen una carga emotiva tan pesada e ineludible como el 24 de marzo de 1976, momento en el que se dio inicio a la última dictadura cívico-militar. Un reinado de terror que culminó con 30.000 desaparecidos y un conflicto bélico perdido contra el Reino Unido por la disputa territorial sobre las Islas Malvinas, hasta la llegada del 10 de diciembre de 1983, otro día con una enorme carga emocional, con la vuelta de la democracia, que hasta estas fechas se mantiene estoica. Tras esto, una seguidilla de juicios e indultos de forma casi intermitente que dejaron una herida a lo largo y ancho del país que no termina de sanar y que, por consiguiente, hace que la forma de referirse a este momento histórico sea delicada para todos. Todos, excepto Carlos Trillo.
El clima opresivo de la dictadura no le fue indiferente a Trillo, cuya carrera comenzaba a ubicarse en su merecido pináculo a medida que transcurrían estos años oscuros. Ejemplos claros se encuentran en Bosquivia, (junto a Guillermo Saccomanno como coguionista y Tabaré Gómez), Cosecha Verde (con Cacho Mandrafina) y Las Puertitas del Señor López (con Horacio Altuna), en las que la dictadura funciona como una excusa histórica o simplemente (y a veces sin tapujo) como una metáfora del síntoma de la época. La necesidad de decir cosas sin decirlas como son, pero para que un sector instruido y atemorizado lo supiera.
El nuevo milenio nos encontraba, si bien en democracia, también con la plana mayor de los partícipes directos e indirectos de este momento nefasto indultados por leyes y decretos. Y también encontró al guionista trabajando principalmente para Francia. La editorial Albin Michel le encarga una obra policial cuyo dibujante, impuesto por la editorial, resultó ser Juan Sáenz Valiente, en la que sería su primera publicación profesional. Publicada en 2004, Sarna sigue a Lucho Lasabbia, teniente de la policía federal, en su afán por salirse de la suya quebrando la mayor cantidad de leyes posibles con absoluta impunidad. Para el guionista, esta figura representa la "podredumbre de los que siempre ganan", gente que, no importa cómo, siempre se va a salir con la suya.
Lasabbia es la total cara de la corrupción policíaca, donde su deber se limita a ser un cafiolo maltratador. Su prontuario también lo señala como un partícipe activo en la última dictadura, lo cual atrae abogados que van en búsqueda de memoria, verdad y justicia. Esta novela gráfica se encarga de relatar cómo el teniente logra salir airoso de un abogado con pruebas contundentes. Lasabbia no juega limpio, y en el medio su historia se empantana aún más.
Por otro lado, la revista Fierro serializó a lo largo de 2007 y 2008 El síndrome Guastavino, esta vez dibujada por Lucas Varela y recopilada por Reservoir Books. En este caso, el protagonista Elvio Guastavino es un opuesto absoluto: un hombre de mediana edad cuya única ambición es poder comprar una muñeca de cerámica antigua, atormentado por una serie de parafilias y traumas del pasado generados por su padre, un coronel respetado que solía llevar "trabajo a casa".
Entre 2003 y 2005, el presidente Néstor Kirchner decide revertir la situación judicial en la que se encontraban los exdictadores, nulificando la Obediencia Debida y el Punto Final, polémicas leyes del alfonsinismo, retomando los juicios y futuras encarcelaciones. Además, como declaración de principios, Kirchner ordenó retirar cuadros de Videla y Bignone colocados en la ex-ESMA. Bajo este contexto de recuperación histórica, Trillo cuenta dos historias en las que el foco, si bien no está bajo la dictadura (ambas historias ocurren durante la democracia, de hecho), sí está en sus personajes principales, que se encuentran atados directa e indirectamente a estos años. Un exmilico y el hijo de un coronel, ambos protagonistas, ambos victimarios con relaciones muy estrechas con víctimas, ambos son dueños de una sordidez de la que no pueden (o no quieren) liberarse.
Tanto Lasabbia como Guastavino representan distintos grados o "tropos" de maldad, ubicados en puntas muy opuestas en cuanto a la fortaleza de su personalidad. El teniente es un ser detestable que vive utilizando cualquier ventaja que tenga a mano, y si no la tiene se la inventa. Elvio es absolutamente patético y unidimensional, pero no por falencia de escritura sino porque así la historia lo requiere. A Guastavino le conviene olvidar (o más bien, adulterar sus memorias) qué cosas pasaban en casa con su padre. Quedarse en el molde lo convirtió en este personaje supuestamente carente de ideología o motivaciones. O más bien, lo dejó con una única motivación bastante perversa. Pero aun así de distintos, ambos complementan combinados una mirada sobre la dictadura de una forma inusual: con humor negro.
Pero desde el vamos, sin importar que sean protagonistas o si triunfan en sus respectivas tretas, el autor deja en claro desde el vamos que no son personajes fáciles. Ronda en ambos un halo de desagradabilidad que no es esquivo. Lasabbia tiene tendencia a rascarse y olerse todo el tiempo, gráficamente representado con maestría por las constantes e invasivas onomatopeyas diseñadas por Saenz Valiente. Contraste maravilloso de un policía de ojos azules que viste trajes caros.
Guastavino, por su lado, lleva la suciedad hasta el paroxismo, a niveles insoportables. Su vivienda se degrada por el paso del tiempo y por la obsesión de Elvio por juntar la imposible suma de dinero que cuesta la muñeca de sus amores. Un nivel de masoquismo donde el impacto le alcanza a su pobre madre, completamente matada de hambre por su propio hijo.
Otro aspecto de resonante desagrado es la forma que se trata el sexo, que ronda constantemente por las obras. En ambas historias no existe el amor, o más bien, es utilizado para demostrar debilidad. Lasabbia no solamente es un proxeneta que tiene aterrorizada a sus prostitutas, sino que además las usa para sus fines macabros, para destruir el único acto de pureza presente en la obra: el matrimonio del abogado Ferrer que lo persigue constantemente. Por su lado, Guastavino solo siente placer con las muñecas después de observar a su padre usándolas como testeo de torturas. La parafilia está todo el tiempo en momentos tan poco indicados, como en un parque donde una niña sostiene su ansiado objeto de deseo. Tanto Elvio como su padre Aaron representan la cara de la represión sexual, aquella que portaban los milicos rectos en su ordenanza religiosa, pero que desquitaban sus ansiedades sobre mujeres secuestradas, siempre como un acto de tortura. La falta de amor y la lujuria perversa sobrevuela junto a la incomodidad que generan ambas obras, y definen a fuego a sus personajes.
Una de las palabras más resonantes de la última dictadura militar es "complicidad". Una sociedad que, aterrorizada o por conveniencia eligió mirar para un costado mientras los crímenes de lesa humanidad se multiplicaban y jóvenes comenzaban a faltar en sus casas, y es bajo este "high concept" que se puede englobar El Síndrome Guastavino. La pregunta resonante sobre el final acerca de las actitudes tomadas por el personaje es "¿es o se hace?". Una de las revelaciones más importantes tiene que ver, justamente, con cuál fue el rol de Elvio durante esos años, un recuerdo que antes lo perfilaba como un niñito inocente, a las pocas páginas lo convierten en un joven con el mismo nivel de ingenuidad, o eso nos hace creer. El rol de las familias era tratar de mantener una cordura donde obviamente no la había, y más cuando afloraron las represiones internas. Aaron Guastavino comete el error que signa a toda esta obra, que es la idea de "llevarse el trabajo a la casa", un acto de inconsciencia que dispara un gatillo en la cabeza del joven Elvio.
En Sarna, por su lado, la complicidad es el motor que impulsa a Lasabbia a ser como es. Además de saberse canchero e inimputable, sabe que nunca le van a morder los talones por ser funcional a un sistema igual de podrido que él. Las instituciones corrompidas por el poder y el gusto de la sangre son sus aliadas y es, además, lo que mejor lo representa. Así como abunda la complicidad, carece la culpa cristiana. Incluso cuando las cosas parecen escapársele, el teniente cumple su "deber" sin un ápice de arrepentimiento, no mira para otro lado: le hace frente a las consecuencias de sus actos. Pero a su modo, siempre perverso, siempre a favor. La podredumbre de los que siempre ganan.
El Proceso de Reorganización Nacional sigue siendo un tema sensible por todos los motivos válidos ya conocidos, más aún luego de haber transitado un gobierno de derecha que intentó "suavizar" o "amigarse" con un pasado que, muchos, elegimos no reivindicar. En el contexto histórico que continuamos transitando desde 2003 hasta la fecha, Carlos Trillo utilizó a dos figuras macabras como personajes principales para llevar a cabo obras en las que el humor negro se carga la solemnidad con la que se aborda el tema. Pero es inteligente: no los presenta como héroes o villanos, sino como humanos. Y aun así, casi como una propia contradicción, ellos no están humanizados, producto de la parodia absoluta de situaciones reales que acá se representan. El guionista no buscó dar lástima por Elvio Guastavino, así como tampoco logró mitificar a Lucho Lasabbia, sino que expuso al desnudo lo que son en realidad, dentro de un marco, imitaciones caricaturizadas. Está en los lectores determinar si son actos de mal gusto o simplemente obras maestras donde las cosas se dicen de formas que nunca nos contaron. O que elegimos, por respeto, que no nos cuenten.
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